Lo admito. Me gustan los neutrinos. Y siempre ha sido así.

Los neutrinos, entre todas las partículas, tienen propiedades etéreas, y suficiente fuerza y romanticismo como para inspirar un poema de John Updike y enviar a los científicos bien bajo tierra por 50 años para construir enormes fortalezas de ciencia ficción para descubrir sus misterios.

Nunca deja de maravillarme el hecho de que más de 6mil millones de neutrinos provenientes de reacciones nucleares en nuestro sol, lleguen a la tierra y pasen por mi cuerpo y por la tierra misma sin ninguna o casi ninguna interacción. Y más maravillado estoy de que, a pesar de su comportamiento fantasmal, podamos detectarlos, probar su existencia y develar sus misterios.

Es así que, durantes los 30 años en que he participado como físico, mi investigación ha retornado una y otra vez a estas partículas asombrosas. Y en los meses recientes, los neutrinos me han recordado una vez más de una manera muy personal qué tan intrépidos la ciencia nos permite ser en nuestra imaginación.

Inspirado por el gran experimento de detección de los neutrinos solares de Raymond Davis Jr., hace 26 años, algunos colegas y yo iniciamos la búsqueda de otras fuentes naturales de emisión de neutrinos. Uno estaba exactamente debajo de nuestros pies. Los elementos radioactivos en ocasiones producen antineutrinos (las antipartículas de los neutrinos),  y cuando calculamos la cantidad de antineutrinos que pudieran producirse por todos los materiales radioactivos  que pensábamos se encontraban en nuestro planeta, la cantidad fue casi tan grande como el flujo de neutrinos proveniente del sol. Sin embargo, al pensar en las posibles formas de detección de esas partículas, nos dimos cuenta que sería mucho más difícil de lo que fue para Davis.

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