La democracia revolucionaria, un proyecto para el siglo XXI

Entrevista a Boaventura de Sousa Santos

ANTONI JESÚS AGUILÓ BONET*

 

A Boaventura de Sousa Santos se le puede pre-
sentar de múltiples y diferentes maneras: como
profesor catedrático de sociología de la Facul-
tad de Economía de la Universidad de Coim-
bra, como director del Centro de Estudios So-
ciales y del Centro de Documentación 25 de
Abril de la misma Universidad, como Distin-
guished Legal Scholar en la Universidad
de Wisconsin-Madison (Estados Unidos) y
Global Legal Scholar en la Universidad de Warwick
(Inglaterra), como coordinador científico del
Observatorio Permanente de la Justicia Portu-
guesa, como docente en programas de posgra-
do en universidades de Brasil, México, Argen-
tina, Colombia, Angola, Mozambique y Espa-
ña, como promotor y activista del Foro Social
Mundial, como asesor de gobiernos y también
como poeta. Pero si hubiera que definirlo en
pocas palabras, tal vez la definición más preci-
sa que podría darse de él sería la de un sociólo-
go comprometido con las circunstancias de su
tiempo, preocupado por aclarar teóricamente
algunas de las causas del sufrimiento humano
en el mundo en el que vivimos, resistir ante los
poderes hegemónicos, valorar las diversas ga-
mas de experiencia humana, sobre todo la que
ha sido marginada, suprimida o silenciada, dar
voz a los que no la tienen y devolverles al mis
mo tiempo la esperanza de su emancipación.
Su nombre se ha convertido en una referencia
imprescindible en el panorama del pensamien-
to político y social crítico contemporáneo. A lo
largo de las últimas décadas, ha publicado nu-
merosos trabajos sobre epistemología, sociolo-
gía del derecho, globalización, teoría de la de-
mocracia, movimientos sociales, teoría posco-
lonial, derechos humanos e interculturalidad. Ha
recibido múltiples galardones internacionales
que reconocen las aportaciones que ha hecho a
las ciencias sociales contemporáneas, el más re-
ciente es la Gran Cruz de la Orden del Mérito
Cultural de 2009 que otorga el gobierno de Bra-
sil. Entre sus obras traducidas al español desta-
can: De la mano de Alicia. Lo social y lo políti-
co en la postmodernidad (Uniandes, 1998),
Crítica de la razón indolente. Contra el desper-
dicio de la experiencia (Desclée de Brouwer,
2003), El milenio huérfano. Ensayos para una
nueva cultura política (Trotta/ILSA, 2005) y
Sociología jurídica crítica. Para un nuevo senti-
do común en el derecho (Trotta, 2009). En la
presente entrevista hablamos con él sobre, en-
tre otras cuestiones relacionadas, su proyecto
de democracia radical, emancipadora e intercul-
tural, principal foco de su teoría política contra
hegemónica.

Democracia, poder y emancipación social

PREGUNTA
Uno de los campos de investigación sobre los que más ha trabajado es la
democracia. En sus análisis usted critica las versiones elitistas y procedimentales de
la democracia representativa liberal y asume una concepción sustantiva, concretada en
un proyecto participativo de democracia socialista radical. ¿Podría especificar qué tiene
de radical y qué de socialista su concepción de la democracia?

RESPUESTA
La democracia representativa es el régimen político en el cual los ciudadanos
—inicialmente un pequeño porcentaje de la población— concentran su poder democrático
en la elección de los políticos, en cuanto que son los que deciden. Una vez elegidos, éstos
pasan a ser los titulares del poder democrático, que ejercen con más o menos autonomía
con relación a los ciudadanos. La autonomía de los representantes políticos constituye un
fenómeno paradójico. Si, por un lado, es un requisito para que la democracia funcione, por
el otro, es también un factor de tensión entre los representantes y los representados, hasta el
punto de que en algunas situaciones la mayoría de los representados no se identifica con
sus representantes, no se siente representado por aquellos que eligió. Es lo que en términos
de análisis llamo la patología de la representación. Ciudadanos de muchos países recuer-
dan situaciones particularmente críticas en las que la opinión ciudadana, captada a través
de encuestas encargadas por los propios poderes públicos, no fue respetada por los que
deciden en el ámbito público democrático. La invasión ilegal de Iraq de 2003 fue, cierta-
mente, uno de estos casos. Otros se amontonan hora tras hora en cada país. En Estados
Unidos, el presidente Obama ganó las elecciones con la promesa de crear un sistema de
salud que acabaría con el escándalo de que en el país más rico del mundo y el que más
dinero gasta en salud, 47 millones de sus ciudadanos no tienen asegurada la protección
social de la salud. En el momento en que escribo —diciembre de 2009—, esta reforma está
siendo bloqueada por los intereses de las multinacionales aseguradoras, de las farmacéuti-
cas y de los servicios médicos, así como por los políticos conservadores que toman las
decisiones, controlados por dichos sectores empresariales. Estos ejemplos muestran que,
contrariamente al sentido común difundido por los medios de comunicación, las disfuncio-
nes que presenta la democracia representativa no ocurren únicamente en los países menos
desarrollados, en el Sur Global, durante mucho tiempo llamado «Tercer Mundo», sino que
también suceden en el centro del sistema mundial, en el Norte Global, que se autoproclama
ejemplo de democracia a ser seguido por el resto de países del globo. En este ámbito,
además, el inicio del siglo XXI presenta algo innovador: mientras que en el Norte Global se
acumulan las señales que revelan la apropiación de la democracia representativa por parte
de intereses económicos minoritarios, aunque muy poderosos —tal como lo demuestran
las medidas adoptadas desde 2008 para garantizar al capitalismo financiero la preserva-
ción de su economía de casino—, en algunos países del Sur Global, sobre todo en América
Latina, están emergiendo, por el contrario, nuevos ejercicios de democracia representativa
en los que la voz de las mayorías se impone con más eficacia política.

Cuando la distancia entre los representantes y los representados es amplia y disfun-
cional, la democracia representativa dispone de un mecanismo aparentemente muy eficaz:
la celebración de nuevas elecciones y la elección de nuevos representantes. Sin embargo,
aquí entra en juego otro factor, que es el sistema político y sus mediaciones institucionales.
Entre estas mediaciones están los partidos políticos y las organizaciones de intereses sec
toriales. En tiempos normales, cambiar de representantes políticos puede significar cam-
biar los partidos gobernantes, aunque ello no comporta, ni mucho menos, cambiar el siste-
ma de partidos ni el sistema de organización de intereses. Es decir, las elecciones pueden
cambiar, de hecho, muy poco las cosas y, en la medida en que esto ocurre reiteradamente,
la distancia entre los representantes y los representados —la patología de la representa-
ción— se transforma poco a poco en la patología de la participación: los ciudadanos,
desmotivados por la sensación de impotencia, se convencen de que su voto no va a cam-
biar las cosas, por lo que dejan de hacer el esfuerzo —a veces considerable— de votar y
aumenta el abstencionismo electoral. Caracterizar estos fenómenos como patologías de la
representación y de la participación conlleva, desde luego, una crítica de la teoría política
liberal en la que se basa la democracia representativa. De hecho, los teóricos liberales
diseñaron el régimen democrático representativo para garantizar esa distancia entre repre-
sentantes y representados (elitismo) y que la participación no fuese demasiado activa (pro-
cedimentalismo). El miedo a las masas ignorantes y potencialmente revolucionarias está
en la raíz de la democracia representativa. Desde el punto de vista teórico, sólo podemos
hablar de patología cuando la distancia entre representantes y representados o cuando la
falta de participación superan cierto límite considerado disfuncional para el mantenimien-
to del statu quo.

Básicamente por las mismas razones, la democracia representativa desarrolló sus
instrumentos en torno a la cuestión de la autorización —decidir mediante el voto quiénes
son las personas autorizadas para tomar decisiones políticas— y descuidó por completo
otra de sus funciones importantes, que es la de la rendición de cuentas o control social,
hecho que la volvió totalmente vulnerable frente a los fenómenos de corrupción.
Del mismo modo, la crítica según la cual la democracia representativa no garantiza
las condiciones materiales de su ejercicio —la libertad efectiva del individuo para ejercer
libremente su derecho a voto— sólo es válida en cuanto crítica externa a la teoría liberal,
ya que el modelo de democracia representativa es normativo y la facticidad que le subya-
ce, si bien es ciertamente un problema, no es un problema de la teoría. Esta levedad de la
teoría le permite acoplarse a realidades sociales, políticas y culturales muy diferentes,
transformándose en un modelo fácilmente transplantable o exportable.

A partir de estas consideraciones, puede preguntarse por qué socialistas y revolucio-
narios deben hoy ocuparse de la democracia representativa. Son varias las razones. La
primera es que la democracia representativa es una parte importante, pero sólo una parte,
de una tradición democrática mucho más amplia en la que caben otras concepciones y
prácticas democráticas. La segunda es que a lo largo del siglo pasado las clases populares
—las clases trabajadoras, en un sentido amplio— conquistaron importantes victorias, por
lo menos en algunos países, por la vía de la participación en el juego de la democracia
representativa. Y ello a pesar de las limitaciones que este régimen político les impuso. La
tercera razón es que la crisis del socialismo bolchevique puso de manifiesto que la relación
entre democracia y revolución necesita ser pensada de nuevo, en términos dialécticos, tal
como ocurrió al inicio de las revoluciones de la era moderna. A la luz de estas razones,
pienso que en estos momentos tal vez resulte más importante hablar de democracia revo-
lucionaria que de democracia socialista. La última sólo será una realidad si la primera es
posible. El concepto de «democracia revolucionaria» fue contaminado durante todo el
siglo pasado por la versión leninista del concepto —o mejor, de los conceptos— de «dic-
tadura del proletariado». Por su parte, el concepto de «democracia socialista» tuvo una
vigencia efectiva durante el período de entreguerras en Europa, con la experiencia históri-
ca de la socialdemocracia; tras la Segunda Guerra Mundial, dejó de tener horizontes socia-
listas y pasó a designar una forma específica de gobernar la economía capitalista y el tipo
de sociedad que produce, de la cual el llamado modelo social europeo es el ejemplo para-
digmático. A principios del siglo XXI existen condiciones para aprovechar mejor la expe-
riencia del mundo que, entre tanto, se ha vuelto mucho más vasto que el pequeño mundo
europeo o eurocéntrico. Pero para ello es preciso conocer mejor los debates de hace un
siglo, pues sólo así estaremos en condiciones de entender por qué la experiencia constitu-
tiva del mundo tiene que ser también constitutiva de nuestra capacidad para dar cuenta de
la novedad de nuestro tiempo.

Justo después de la Primera Guerra Mundial los planteamientos socialistas de la
democracia representativa se centraban en dos cuestiones principales. La primera, ade-
más, fue formulada de la manera más elocuente por un extracomunitario —como diríamos
hoy—, un joven intelectual peruano que sería uno de los grandes marxistas del siglo XX,
José Carlos Mariátegui. En su prolongada visita a Europa, Mariátegui se dio cuenta de que
las democracias europeas iban a ser acorraladas por dos enemigos irreductibles: el fascis-
mo y el comunismo. Según él, la suerte de las democracias dependería del modo en que
ellas se las arreglasen para conseguir resistir a este doble desafío, un desafío mortal. La
segunda cuestión fue discutida con particular intensidad en Inglaterra —tal como lo había
sido en Alemania antes de la guerra— y consistía en saber si la democracia era compatible
o no con el capitalismo. El imperialismo que se había asentado a finales del siglo XIX y que
incendió la opinión pública con la Guerra de los Bóers (1880-1881, 1889-1902) parecía
destinado a devorar el alma del gobierno democrático al ponerlo al servicio del capital
financiero. Nadie mejor que John A. Hobson para formular esta cuestión en su obra clásica
Imperialismo, un estudio (1902), aún más clásica después de haber sido elogiada por
Lenin y contrapuesta de manera favorable a la teoría del ultraimperialismo formulada
por el «traidor» Karl Kautsky.

¿Dónde estamos hoy respecto a cada una de estas cuestiones? En lo que concierne a
la primera, los años posteriores a la Primera Guerra Mundial mostraron que los dos enemi-
gos eran de hecho irreductibles. La revolución bolchevique rechazaba la democracia re-
presentativa en nombre de una democracia popular de nuevo tipo, los soviets. Por su parte,
el fascismo usó, a lo sumo, la democracia representativa para entrar en la esfera del poder
para después deshacerse de ella. Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, la democracia
representativa continuó compitiendo con el comunismo pero triunfó sobre el fascis-
mo —con excepción de los dos países ibéricos en los que formas muy específicas de
fascismo adquirieron vigor hasta 1974-1975. Con la caída del Muro de Berlín, en 1989, el
triunfo de la democracia representativa parecía total y definitivo.

Respecto a la segunda, la cuestión de la compatibilidad de la democracia con el capita-
lismo tenía como telón de fondo el rechazo del modelo soviético y la opción por una vía
democrática para el socialismo, que en aquella época incluía medidas frontalmente anticapi-
talistas, tales como la nacionalización de los medios de producción y una amplia distribución
de la riqueza económica. Los entonces emergentes partidos comunistas habían resuelto esta
cuestión: la democracia no sólo era compatible con el capitalismo, sino que también era la
otra cara de la dominación capitalista. La opción era la democracia o la revolución. Por esta
razón no creían que las clases trabajadoras pudieran sacar provecho del juego democrático y
tendían a minimizar las medidas consideradas de orientación socialista, incluso a oponerse a
ellas. Usaban la democracia como un instrumento de propaganda en contra de la posibilidad
de alcanzar el socialismo por la vía de la democracia representativa.

Para los socialistas, por el contrario, la cuestión del comunismo estaba resuelta. In-
cluso cuando evaluaban con benevolencia el régimen soviético dejaban claro que sólo las
condiciones muy específicas de Rusia y la Primera Guerra Mundial lo justificaban. Ade-
más, la diferencia entre Oriente y Occidente en este ámbito era consensual, a pesar de estar
formulada de modos distintos. Para Lenin, la revolución socialista en Occidente sería
diferente. Al inicio de la década de 1920 Trotsky afirmaba que, mientras que para Oriente
sería fácil tomar el poder, lo difícil resultaría mantenerlo; para Occidente, en cambio, sería
difícil tomar el poder, pero que una vez tomado, resultaría fácil mantenerlo. Y Gramsci,
entre otras cosas, es conocido por la célebre distinción entre la estrategia de la guerra de
posición que recomendaba para Occidente —Estados débiles y sociedades civiles con
hegemonías fuertes— y la guerra de movimiento que recomendaba para Oriente —Esta-
dos fuertes y sociedades civiles «primitivas» y «gelatinosas».

Para los socialistas europeos occidentales, el socialismo sólo era posible por la vía
democrática. El problema era que dicha vía estaba bloqueada por procesos antidemocrá-
ticos. El peligro venía del fascismo, no como una amenaza «externa» al capitalismo, sino
más bien como un desarrollo interno del capitalismo que, amenazado por la emergencia de
las políticas socialistas impuestas por la vía democrática, daba señales de renunciar a la
democracia y de recorrer a medios antidemocráticos. El problema de la compatibilidad
entre la democracia y el capitalismo constituía una manera más radical de abordar la vieja
cuestión relativa a la tensión permanente entre el capitalismo y la democracia. Esta tensión
surgió cuando el Estado comenzó a «interferir» en la economía —la regulación del horario
laboral fue una regulación emblemática— y a llevarse a cabo cierta redistribución de la
riqueza mediante las políticas sociales financiadas por la tributación del capital. Esta ten-
sión fue asumida con la convicción de que la democracia representativa un día triunfaría
sobre el capitalismo. El avance de las políticas redistributivas, al tiempo que, por un lado,
sugería la posibilidad de un futuro socialista por la vía democrática, se confrontaba, por el
otro, con resistencias que iban más allá de la mera oposición democrática. La victoria del
nacionalsocialismo alteró completamente los términos de la cuestión. Si antes la política
consistía en encontrar plataformas de entendimiento entre socialistas y comunistas de di-
ferentes tendencias con el objetivo común de hacer frente a los conservadores —los fren-
tes unitarios—, ahora el objetivo era el de unir a todos los demócratas, incluidos los con-
servadores, en contra de la amenaza fascista —los frentes populares. Al final de la Segun-
da Guerra Mundial, la tensión entre el capitalismo y la democracia fue institucionalizada
en Europa a condición de que el socialismo dejara de ser el horizonte emancipador de las
luchas democráticas. El capitalismo, por su parte, cedería mientras ello no perjudicara su
propia dinámica de reproducción ampliada.

Sin embargo, sin que la teoría producida en el Norte Global —concretamente en
cinco países: Alemania, Inglaterra, Italia, Francia y Estados Unidos— fuera capaz de dar
cuenta de ello, fuera de Europa las dos cuestiones referidas habían corrido suertes muy
diferentes. En América Latina, la compatibilidad, o mejor dicho, la incompatibilidad entre
el capitalismo y la democracia formó parte, desde el principio, de la agitada agenda polí-
tica de muchos países con democracias inestables y excluyentes, seguidas de períodos de
dictadura de varios tipos —que incluían algunas inspiradas en el fascismo europeo, como
el varguismo en Brasil. Las experiencias de estos países sólo empezaron a ser verdadera-
mente consideradas por los teóricos de la democracia a finales de la década de 1950
—bajo la forma de estudios sobre el desarrollo, de manera especial sobre derecho y desa-
rrollo— cuando la revolución cubana puso de nuevo en la encrucijada la opción entre
capitalismo o revolución y cuando en Chile, diez años más tarde, Salvador Allende reinau-
guró la posibilidad de la vía democrática al socialismo.

En África y en Asia estas cuestiones también tuvieron sus propios desarrollos. China,
desde 1949, optó por la vía comunista, revolucionaria. A partir de 1950, los países africa-
nos y asiáticos salidos del colonialismo optaron por adoptar soluciones diferentes, ora
dominadas por un acuerdo entre el capitalismo y la democracia representativa, ora reivin-
dicando la creación de nuevas formas de democracia de orientación socialista —democra-
cia desarrollista— con el apoyo de los movimientos o los partidos que protagonizaron las
luchas y negociaciones que condujeron a la independencia. En cualquier caso, hubo fraca-
sos o de los objetivos democráticos o de los objetivos socialistas. A mediados de la década
de 1970, los países africanos salidos del colonialismo portugués reanimaron momentánea-
mente la hipótesis socialista revolucionaria. No obstante, a mediados de la década siguien-
te, bajo la égida de la nueva forma de capitalismo global, el neoliberalismo, un nuevo tipo
de normalización democrática emergía tanto en África como en América Latina y en Asia:
la eliminación de la tensión entre la democracia y el capitalismo mediante el retiro del
Estado del ejercicio de la regulación de la economía y la liquidación de la redistribución
social, posible en el período anterior gracias a las políticas sociales. La eliminación de la
tensión se llevó a cabo a través de la opción de una democracia de baja intensidad, elitista,
procedimentalista y, además, saturada de corrupción.

Ésta no es, sin embargo, toda la historia. Como hemos visto, en el siglo XX las clases
obreras europeas habían alcanzado importantes logros a través de la democracia representa-
tiva, una serie de acumulaciones históricas que se perdieron con el fascismo y con la guerra
para ser retomadas en la posguerra. Desde entonces, la democracia representativa disputó el
campo de las opciones políticas con modelos no liberales de democracia, tales como las
democracias populares de los países de Europa del Este o las democracias desarrollistas del
entonces llamado Tercer Mundo. La lista de las opciones democráticas era variada. Mientras
que la democracia representativa se basaba en la oposición entre revolución y democracia,
los otros tipos de democracia emergían de rupturas revolucionarias de orientación anticapi-
talista o anticolonial. En la década de 1980, esta variedad desapareció con el triunfo absoluto
de la democracia representativa, o mejor dicho, de un tipo específico de democracia repre-
sentativa que poco tenía que ver con la democracia representativa de la socialdemocracia
europea, caracterizada por su énfasis en la articulación entre los derechos cívicos y políticos
con los sociales y económicos. La democracia representativa adoptada por la ortodoxia
neoliberal es una democracia centrada exclusivamente en los derechos cívicos y políticos.
Esta ortodoxia, sin embargo, encontró poderosos obstáculos. En la India, por ejemplo, la
organización federal del Estado permitió victorias electorales a los partidos comunistas en
varios estados de la unión defensores del mantenimiento de fuertes políticas sociales. A su
vez, en América Latina, las luchas sociales contra las dictaduras militares o civiles eran
portadoras de impulsos y aspiraciones democráticas que la democracia neoliberal no era
capaz de satisfacer y que, por el contrario, ponían en la agenda política la cuestión de la
justicia social y, en consecuencia, la tensión entre democracia y capitalismo.

Gran parte de esta movilización social fue canalizada hacia la lucha contra el neoli-
beralismo y la democracia de baja intensidad por él promovida, como fue el caso parti-
cularmente dramático de Argentina a principios de la década de 2000. El activismo de los
movimientos sociales o bien condujo a la emergencia de nuevos partidos políticos de
orientación progresista o bien dio origen a plataformas electorales que llevaron al poder a
líderes empeñados en la redistribución social por la vía democrática1 e incluso, sin cam-
biar el sistema tradicional de partidos, promovió líderes con programas de impronta anti-
neoliberal (Argentina y Chile). En todos estos casos, subyace la idea según la cual la
democracia representativa es un modelo de democracia con cierta elasticidad y que sus
potencialidades para crear una mayor justicia social aún no están agotadas.

Pero el impulso democrático experimentado a lo largo de las últimas tres décadas tuvo
otras dimensiones que van más allá de la democracia representativa. Distingo básicamente
dos de esas dimensiones. La primera se refiere a las experiencias de democracia participativa
surgidas a escala local al final de la década de 1980, como los presupuestos participativos de
Porto Alegre, la ciudad brasileña pionera. El éxito de la experiencia fue sorprendente incluso
para sus protagonistas. La práctica se reprodujo en muchas ciudades de Brasil y de toda
América Latina, suscitó la curiosidad de los líderes municipales de otros continentes, parti-
cularmente de Europa, que bajo diferentes formas fueron adoptando el presupuesto partici-
pativo, e incluso llevó al Banco Mundial a recomendar su adopción y destacar las virtudes de
esta forma de democracia participativa.

A pesar de ser la forma más emblemática de democracia participativa, el presupuesto
participativo sólo es uno de los muchos mecanismos de democracia participativa que han
emergido durante las últimas décadas. Junto a él, deberían mencionarse también los con-
sejos municipales y estatales, con funciones consultivas y a veces deliberativas en la defi-
nición de las políticas sociales, principalmente en las áreas de salud y educación; las con-
sultas populares; los referendos —con un gran impacto en la conducción política de algu-
nos países como, por ejemplo, Venezuela y Bolivia. Esta vasta experiencia democrática se
ha traducido en un conjunto de nuevas y hasta entonces inimaginables articulaciones entre
democracia representativa y democracia participativa.

Por último, el protagonismo de los movimientos indígenas en América Latina, con
especial énfasis en Bolivia y Ecuador, se ha traducido en el reconocimiento de un tercer
tipo de democracia, la democracia comunitaria, constituida por los procesos de consulta,
discusión y deliberación con los ancestros de las comunidades indígenas. En este sentido,
la nueva Constitución de Bolivia consagra tres tipos de democracia: la representativa, la
participativa y la comunitaria.

Podemos decir que la democracia representativa ha sido movilizada por las clases
populares en América Latina como parte de un movimiento de democratización de alta
intensidad que incluye otras prácticas democráticas y otros tipos de democracia. Al con-
trario de lo que se pretendía en muchas de las luchas sociales de los períodos anteriores,
hoy no se trata de sustituir la democracia representativa por otros tipos de democracia
—participativa o comunitaria— considerados más genuinos, sino más bien de construir
una democracia genuina fundada en la articulación de todos los tipos de democracia dis-
ponibles. Es precisamente esta vasta experiencia de luchas democráticas la que hoy nos
permite ampliar el canon democrático hegemónico y producir teorías de la democracia
que van mucho más allá de la teoría política liberal.

PREGUNTA
Escribe que la democracia, tal como la entiende, es capaz de fundar una nueva «gra-
mática de organización social y cultural» capaz, entre otros aspectos, de cambiar las
relaciones de género, reforzar el espacio público, promover una ciudadanía activa e
inclusiva, garantizar el reconocimiento de las identidades y generar una democracia
distributiva que combata las desigualdades socioeconómicas. ¿Cómo entender y llevar a
cabo el proceso de constitución de esta gramática de inclusión social en el actual e in-
quietante contexto de una posible globalización posneoliberal?

RESPUESTA
Radicalizar la democracia significa, ante todo, intensificar su tensión con el capitalis-
mo. Es un proceso muy conflictivo porque, como he dicho antes, al inicio de este siglo, la
democracia, al vencer aparentemente a sus adversarios históricos, lejos de eliminarlos, lo
que hizo fue cambiar los términos de la lucha librada con ellos. El campo de la lucha
democrática es hoy mucho más heterogéneo y, al contrario de lo que ocurría en la época de
Mariátegui, es en su interior donde se enfrentan las fuerzas fascistas y las fuerzas socialis-
tas. Aquí reside uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo: ¿por cuánto tiempo y hasta
qué límite la lucha democrática podrá contener estas fuerzas antagónicas? Tras la derrota
histórica del comunismo, las fuerzas socialistas explotaron al máximo las posibilidades de
la democracia, pues, ciertamente, no tenían otra alternativa. No puede decirse lo mismo de
las fuerzas fascistas. Es cierto que sobre ellas pesa la derrota histórica del nacionalsocialis-
mo, pero no podemos olvidar que, desde el punto de vista de la reproducción del capitalis-
mo, el fascismo es siempre una alternativa abierta. Esta alternativa se activará en el mo-
mento en el que la democracia representativa se considere irremediablemente, y no sólo
temporalmente, disfuncional. Por eso digo que, hoy en día, la democracia progresista es
una democracia tendencialmente revolucionaria. Es decir, cuanto más significativas sean
las victorias democráticas —cuanto más eficaces sean las fuerzas socialistas en la lucha
por una mayor redistribución social y la inclusión intercultural— mayor es la probabilidad
de que el bloque capitalista recurra al uso de medios no democráticos, es decir, fascistas,
para recuperar el control del poder estatal. A partir de cierto momento, sin duda difícil de
determinar en general, las fuerzas democráticas —procapitalistas o prosocialistas—, si se
mantienen únicamente en los límites del marco institucional de la democracia, dejarán de
poder hacer frente eficazmente a las fuerzas fascistas. Tendrán que recurrir a la acción
directa no necesariamente legal y posiblemente violenta contra la propiedad —la vida
humana es un bien incondicional, quizás el único. El continente latinoamericano es, sin
duda, el que mejor ilustra algunos de los dilemas que se pueden dibujar en el horizonte. En
él, mejor que en ningún otro, es posible identificar el enfrentamiento entre las fuerzas
socialistas y las fascistas, contenidas, de momento, en el marco democrático. Se trata de
señales visibles del estrés institucional padecido por algunos países. América Latina es el
continente en el que de modo más acentuado coexisten las luchas más ofensivas —de
fuerte inclinación socialista— con las luchas más defensivas —de defensa contra el fascis-
mo. No me sorprendería si éste fuese el continente de prueba para la democracia revolu-
cionaria, es decir, para revelar los límites de la tensión entre la profundización democráti-
ca y la reproducción capitalista ampliada.

PREGUNTA
La puesta en marcha de esta nueva gramática social que establece su concepción de
democracia podría conducir, en determinadas situaciones, a la introducción del experi-
mentalismo en la órbita del Estado. Usted enseña conceptos inéditos como «Estado expe-
rimental», «experimentalismo constitucional» y «demodiversidad». ¿Podría ampliar algo
más esta idea de experimentalismo democrático? ¿Qué experiencias creativas pueden
apreciarse? ¿Ve a Bolivia y, de manera más general, a América Latina, como pionera en
este sentido?

RESPUESTA
La aplastante victoria de Evo Morales en las elecciones del día 6 de diciembre de 2009 fue
un acontecimiento democrático de relevancia mundial del que no se informó como tal por-
que resulta demasiado amenazador para los intereses del capitalismo global y para los inte-
reses geoestratégicos de Estados Unidos en el continente, ambos con fuerte poder en los
grandes medios de comunicación e información. Igualmente innovador, aunque muy dife-
rente, es el proceso político ecuatoriano. Estas experiencias políticas causan sorpresa porque
no fueron pensadas, y mucho menos previstas, por las teorías políticas de la modernidad
occidental, destacando el marxismo y el liberalismo. Tanto en uno como en otro caso, es
grande el protagonismo de los pueblos indígenas —en el caso de Ecuador, el protagonismo
se dio sobre todo en la década de 1990, jugando un papel transformador fundamental sin el
cual no es posible entender el proceso político actual. Sin embargo, los pueblos indígenas, en
tanto actor social y político, han sido ignorados tanto por el marxismo como por el liberalis-
mo. Esta sorpresa imprevista plantea a los teóricos e intelectuales en general una nueva
cuestión: la de saber si están preparados o no para dejarse sorprender. No es una pregunta
fácil de responder; sobre todo para los teóricos críticos marcados por la asunción de la idea
de la teoría de vanguardia que, dada su naturaleza, no se deja sorprender. Todo lo que no
encaja en sus previsiones o proposiciones no existe o no merece existir.

Si aceptamos que el cuestionamiento de la teoría, lejos de ser destructivo, puede
significar un cambio en la conversación que el mundo mantiene consigo mismo, entonces
podemos llegar a la conclusión de que, en la coyuntura actual, es importante que nos
dejemos sorprender por la realidad como una fase transitoria de pensamiento entre la
teoría de vanguardia que nos ha guiado hasta aquí y otra teoría o conjunto de teorías que
nos acompañará de ahora en adelante. Digo que la teoría a construir nos acompañará y no
que nos guiará porque presumo que el tiempo de las teorías de vanguardia ya ha pasado.
Estamos entrando en un momento de teorías de retaguardia que, en contextos de gran
complejidad e indeterminación: 1) valoran los conocimientos producidos por los actores
sociales y conciben la construcción teórica como reflexión en curso, como síntesis provi-
sionales de reflexiones amplias y compartidas; 2) acompañan los procesos de transforma-
ción para permitir a los actores sociales conocer mejor lo que ya conocen; 3) facilitan la
emergencia de lo nuevo a través de sistematizaciones abiertas que, en lugar de dar respues-
tas, formulan preguntas; 4) fomentan comparaciones sincrónicas y diacrónicas entre expe-
riencias y actores sociales, tanto para situar y contextualizar las acrobacias de lo universal,
como para abrir puertas y ventanas dejando que entren corrientes de aire en los guetos de
la especificidad local.

La teoría de retaguardia avanza con el recurso a las analogías, a las metarritmias —la
sensibilidad con los diferentes ritmos de transformación social— y al hibridismo entre las
ausencias y las emergencias. De este modo, surgen conceptos inéditos como los de «expe-
rimentalismo estatal» o el de «demodiversidad». El concepto de «demodiversidad», for-
mulado por analogía con el concepto de «biodiversidad», trata de introducir en el campo
político una diversidad que hasta ahora no había sido aceptada, al mismo tiempo que
contribuye a hacer emerger lo nuevo a partir de lo ancestral. La democracia liberal —hoy
exclusivamente centrada en la democracia representativa— defiende la diversidad y cree
que debe ser un tema objeto del debate democrático, siempre que esté sujeta a concepcio-
nes abstractas de igualdad y no se haga extensiva a la definición de las reglas del debate.
Fuera de estos límites, la diversidad, para la teoría política liberal, es la receta del caos.
Con una sencillez que desarma, la Constitución de Bolivia reconoce, como he dicho, tres
tipos de democracia: la representativa, la participativa y la comunitaria. Cada una tiene sus
propias reglas de deliberación y, ciertamente, una acomodación entre ellas no será fácil.
La demodiversidad es una de las vertientes de la constitucionalización de las diferentes
culturas deliberativas que existen en el país. Al desempeñar este papel, la Constitución se
transforma en todo un campo de experimentación política.

Con el concepto de «Estado experimental», que vengo defendiendo desde hace cier-
to tiempo, pretendo señalar que en los tiempos que corren la solidez normativa de la
institucionalidad moderna —del Estado, del derecho, de la Administración pública— hoy
está disolviéndose ya sea para bien —reconocimiento de la diversidad— o para mal —por
ejemplo, la corrupción. En otras palabras, fuerzas políticas con orientaciones políticas
opuestas tratan de aprovechar para su causa este estado de cosas. Las fuerzas procapitalis-
tas hablan de gobernanza (governance), de promover sociedades entre lo público y lo
privado, de leyes blandas (soft law). Detrás de estos conceptos no sólo está la flexibilidad
normativa, sino también la no interferencia en las relaciones de poder existentes. Por el
contrario, Estados como Bolivia, Ecuador y Venezuela están tratando de alterar estas rela-
ciones. Es en este marco donde la idea de la experimentación puede ser válida. Y es que, al
ser duros los conflictos y poco claras las alternativas, los cambios en las relaciones de
poder, al contrario de lo que pudiera pensarse, pueden consolidarse mediante la experi-
mentación con varias soluciones de manera simultánea o secuencial. Crear espacios polí-
ticos a partir del inicio del cambio de las relaciones de poder, pero que una vez creados
permanecen abiertos a la creación y a la innovación, es algo que tanto la moderna teoría
política liberal como la marxista nunca fueron capaces de admitir porque confundieron la
toma del poder con el ejercicio del poder. En los procesos políticos transformadores que
pueden presenciarse, tomar y ejercer el poder son dos cosas muy diferentes. Es más fácil
tomarlo que ejercerlo y, como es a partir del ejercicio que se deriva su consolidación,
considero que la experimentación política puede fortalecer los procesos de transición en la
medida en que facilita el ejercicio del poder volviéndolo más inclusivo: la apuesta por las
soluciones provisionales y experimentales permite mantener abierto el debate político,
garantiza el dinamismo de las soluciones institucionales y normativas e invita al compro-
miso constructivo por parte de los adversarios. Nada de esto cabe en la conciencia teórica
y política de la modernidad occidental.

PREGUNTA
La sexta de sus quince tesis para la profundización de la democracia afirma que están
emergiendo formas contrahegemónicas de democracia de alta intensidad. Sin embargo,
en la séptima advierte que están limitadas al ámbito local y municipal. ¿Cómo pueden
resolverse los problemas de escala y llevar la democracia contrahegemónica tanto al
ámbito estatal como al global?

RESPUESTA
Éste es uno de los problemas más dilemáticos para la teoría y la práctica democráticas.
Las grandes innovaciones democráticas de las últimas décadas se han producido a escala
local y nunca ha sido posible transferirlas a escala nacional y, por supuesto, mucho menos
a escala internacional. Esto es así tanto para las experiencias más recientes de democracia
participativa —presupuestos participativos, consejos populares, consultas— como para
las formas ancestrales de democracia comunitaria de origen indígena. Debemos, sin em-
bargo, tener en cuenta que el problema de escala no es un problema de causas, sino un
problema de consecuencias. En el caso de las formas ancestrales de las comunidades
indígenas, el problema de escala es el resultado de una derrota histórica. Los poderes
coloniales destruyeron todas las formas políticas y de gestión indígenas, excepto las de
carácter local, bien porque no consiguieron destruirlas, bien porque pensaron que podrían
apropiárselas y ponerlas al servicio del poder colonial.

Además de estas causas, también hay que tener en cuenta los factores sistémicos y
funcionales. Ningún sistema complejo y abierto subsiste sin turbulencias controladas, sin
momentos de reproducción no lineal, e incluso de negación dialéctica truncada o parcial.
Los sistemas de dominación como el colonialismo o el capitalismo se apropian de las
grandes escalas —lo global y lo universal— porque son las que garantizan la hegemonía
—las que desacreditan las alternativas— y la reproducción ampliada. A las escalas más
pequeñas —locales o subnacionales— se les deja un mayor margen de libertad. El colo-
nialismo ofreció los ejemplos más paradigmáticos a través de las diversas formas de go-
bierno indirecto —que dejaba el gobierno local en gran medida a cargo de las «autorida-
des tradicionales»—, aunque el fenómeno es general. Lo local permite combinar radicali-
dad y atomicidad. Tanto en el ámbito de la denuncia y de la resistencia como en el de la
propuesta y la alternativa, la inversión de energía político–emocional organizativa y co-
munitaria es potencialmente radicalizadora porque vive de la transparencia entre lo que se
defiende y lo que se combate. No obstante, dado el limitado alcance de su ámbito, puede
ser ignorada —en tanto amenaza— e incluso ser funcional —en tanto energía desperdicia-
da— para las escalas de dominación que la rodean. Por supuesto que ni las funciones
evitan las disfunciones ni los sistemas impiden la eclosión de antisistemas. Lo local de hoy
puede ser lo global de mañana. Para ello se necesita imaginación y voluntad política que
deslocalice lo local sin eliminarlo —la articulación entre luchas sociales— y que desglo-
balice lo global existente deslegitimándolo —este orden es desorden, esta justicia es injus-
ta, esta libertad es opresión, esta fraternidad es egoísmo naturalizado— socavando su
hegemonía —hay otros órdenes menos desordenados, otras justicias más justas, otras li-
bertades más libres y otras fraternidades verdaderamente fraternas. Cambiar esto es posi-
ble a todas las escalas. El cambio social entraña siempre cambios de escala —lo que en
términos teóricos llamo ecología de la transescala. Lamentablemente, el pensamiento de-
mocrático socialista continúa apegado al modelo de Estado moderno centralizador, es
decir, tiende a ver la transformación social en el ámbito de la escala nacional, privilegián-
dola en detrimento de la escala local o de la escala global, siendo, por tanto, poco imagina-
tivo en la creación de articulaciones entre escalas. No sería imposible, por ejemplo, elabo-
rar los presupuestos generales del Estado siguiendo reglas semejantes a las del presupues-
to participativo municipal. Tendrían que ser, indudablemente, reglas diferentes en términos
de funcionamiento, dados los efectos de escala, pero semejantes en cuanto a la lógica y el
sentido político subyacentes.

PREGUNTA
Una de sus afirmaciones más duras es la de que «vivimos en sociedades que son polí-
ticamente democráticas, pero socialmente fascistas». Esto se debe, en parte, a que la
democracia, al servicio del Estado débil neoliberal, perdió su poder redistributivo, sien-
do capaz de convivir cómodamente con situaciones estructurales de miseria, desigualdad
y exclusión social. ¿Cómo puede la democracia revolucionaria, bajo el dominio de la
democracia representativa liberal, hacer frente, más allá de la mera teorización acadé-
mica, a los fenómenos de desigualdad y exclusión?

RESPUESTA
El concepto de «fascismo» que uso en esa cita es diferente del concepto usado para
definir los regímenes políticos de partido único vigentes principalmente en Italia y Alema-
nia en el período entre las dos guerras mundiales, así como en España y Portugal hasta
1974-1975. Tal como lo uso, se refiere a relaciones sociales de poder tan extremadamente
desiguales que, en el contexto social y político en el que se producen, la parte —individuos
o grupos— más poderosa ejerce un poder de veto sobre aspectos esenciales de la vida de
la parte menos poderosa. A título de ejemplo, como ilustración de la diversidad de campos
sociales en los que actúa el fascismo social, pueden señalarse: las relaciones de trabajo al
margen de las leyes laborales o que involucran a inmigrantes, especialmente a los indocu-
mentados; las relaciones familiares atravesadas por la violencia doméstica en sus múlti-
ples formas; relaciones de apartheid social, basadas en el racismo, que todavía hoy están
presentes en las sociabilidades y las estructuras urbanas; las relaciones del capital finan-
ciero con el país en el que invierte y deja de invertir sin otra razón que el beneficio especu-
lativo; las comunidades campesinas víctimas de la violencia de las milicias privadas; la
privatización de bienes públicos esenciales como el agua, cuando la empresa concesiona-
ria adquiere derecho de veto sobre la vida de las personas: a quienes no pagan la factura, se
les priva del suministro de agua.

Se trata, por tanto, de formas de sociabilidad no sujetas a ningún control democráti-
co, ya que se producen fuera de aquello que la teoría política liberal designa como campo
político o sistema político. Dado que la vida de los individuos, clases o grupos sociales
tiene lugar en campos sociales considerados no políticos, en la medida en que en ellos
impera el fascismo social, la democracia representativa tiende a ser sociológicamente una
isla de democracia que flota en medio de un archipiélago de despotismos. La posibilidad
de este fenómeno, tanto en el Norte Global como en el Sur Global —si bien de modo muy
diferente en uno y en otro caso— se incrementó dramáticamente con el neoliberalismo y el
aumento exponencial de las desigualdades sociales, resultantes de la liquidación de las
políticas sociales y de la desregulación de la economía.

La democracia representativa no sólo vive cómodamente con esta situación, sino que
la legitima al volverla invisible. Después de todo, no tiene sentido hablar de fascismo —en
el sentido convencional del término— en sociedades democráticas. El peso histórico de la
idea convencional de fascismo en países como España o Portugal hace difícil aceptar la idea
de múltiples fascismos diseminados en la sociedad y no centrados en el Estado —si bien
cuentan con su complicidad, aunque sólo sea por omisión. Sin embargo, lo cierto es que
muchos ciudadanos viven en nuestras sociedades democráticas sujetos a limitaciones, a
censuras y autocensuras, a la privación de sus derechos fundamentales de expresión y
movimiento, privaciones contra las que no puede resistir si no es a riesgo de asumir graves
consecuencias; viven, en definitiva, sujetos a acciones arbitrarias que son estructuralmente
similares a las que sufrieron los demócratas durante la vigencia de los regímenes políticos
fascistas. Ahora bien, como se trata de un fascismo subpolítico, no se reconoce como tal.
La idea de fascismo social apunta a la creación de grandes alianzas democráticas,
estructuralmente similares a las que constituyeron la base de los frentes populares en el
período de entreguerras, y sugiere también la necesidad de reactivar las energías democrá-
ticas adormecidas por la creencia de que en la sociedad democrática todo es democrático.
Como trato de mostrar, poco hay de democrático en las sociedades con un sistema político
democrático.

Del mismo modo que la lucha contra el fascismo político fue una lucha por la demo-
cracia política, la lucha contra el fascismo social debe ser una lucha por la democracia
social. Se trata, por tanto, de un concepto de democracia mucho más amplio que el con-
cepto que subyace a la democracia representativa. Para mí, la democracia es todo proceso
de transformación de relaciones de poder desigual en relaciones de autoridad compartida.
Allí donde hay lucha contra el poder desigual, hay proceso de democratización. En mis
análisis distingo seis subcampos de relaciones sociales en los que los procesos de demo-
cratización son especialmente importantes: el espacio-tiempo doméstico, el espacio-tiem-
po de la producción, el espacio-tiempo de la comunidad, el espacio-tiempo del mercado,
el espacio-tiempo de la ciudadanía, y, finalmente, el espacio-tiempo mundial de las rela-
ciones entre los Estados. Cada uno de los espacios-tiempo puede ser un campo de la lucha
democrática contra el fascismo que se genera en su interior. En cada uno de ellos la
lucha democrática adquiere una forma específica. Los tipos de democracia de los que he
hablado y que están enriqueciendo el repertorio de posibilidades democráticas funcionan
sobre todo en dos de estos espacios-tiempo: en el comunitario y en el de la ciudadanía.
Otros tipos de democracia tendrán que ser tenidos en cuenta para el resto de los espacios-
tiempo. Sólo este vasto conjunto de luchas democráticas puede combatir eficazmente el
fascismo social. Se trata de una democracia sin fin. Éste es, para mí, el verdadero progra-
ma socialista; el socialismo es democracia sin fin.

Esta concepción se hace hoy urgente, más aún cuando nos encontramos con un fenó-
meno nuevo —o al menos ahora más visible— que complica todavía más el contexto
político de las sociedades contemporáneas. La discrepancia entre la democracia política y
el fascismo social de la que acabo de hablar se combina hoy en día con otra discrepancia:
la que se da entre la democracia política y un fascismo político de nuevo tipo. Es decir,
estamos asistiendo a la emergencia de dos tipos de fascismo, viejos en los procesos de los
que se sirven, pero nuevos en el modo en que la democracia representativa de baja intensi-
dad puede y acepta convivir con ambos. Por un lado, el fascismo social del que he hablado
y que actúa en los seis espacios-tiempo antes identificados. Por el otro, un fascismo difuso
o fragmentario que actúa en los espacios-tiempo que históricamente han constituido el
campo político de la democracia, a saber: el espacio-tiempo de la ciudadanía y el de la
comunidad. Es un fascismo que actúa en los intersticios de la democracia por medios
antidemocráticos de desestabilización política. Hoy es particularmente visible en los países
donde las clases populares y los movimientos sociales obtuvieron victorias significativas a
través de la democracia representativa, victorias que les permitieron asumir el poder polí-
tico del Estado. Estas victorias han sido sólidas precisamente en la medida en que fueron
obtenidas a través de articulaciones entre la democracia representativa, la participativa y la
comunitaria. Su robustez reside en su capacidad para ejercer el poder democrático para
luchar contra el fascismo social, es decir, para eliminar las formas más extremas o violentas
de desigualdad de poder social, lo que supone orientar la lucha democrática hacia un hori-
zonte postcapitalista. En la medida en que esto ocurre y siempre que las clases dominantes
no puedan retomar rápidamente el control del Estado por medio de la democracia repre-
sentativa, recurren a medios antidemocráticos para desestabilizar las democracias. Entre
estos medios, pueden destacarse los siguientes: control de los medios de comunicación,
campañas de desinformación, manipulación u obstrucción del voto de la población objeto
de fascismo social, intentos golpistas o secesionistas, corrupción de los representantes ele-
gidos, creación de divisiones dentro de las fuerzas armadas para distanciarlas del poder
legítimamente constituido, escuchas telefónicas ilegales, chantaje y amenazas, recurso a
grupos paramilitares, tanto para liquidar a líderes políticos y de movimientos sociales como
para mantener el control político de las poblaciones. Este tipo de fascismo tiene un carácter
político porque su objetivo es el de desestabilizar el campo político, pero es difícil de
identificar o nombrar porque su horizonte no contempla la superación de la democracia.
Pretende, más bien, poner la democracia a su servicio e inculcar la idea de que la democra-
cia, cuando no está a su servicio, se vuelve ingobernable.

La democracia de nuestros días es revolucionaria en la medida en que amplía y pro-
fundiza la democracia social, al conducir eficazmente la lucha contra el fascismo social, y
defiende con igual eficacia la democracia política contra los intentos de desestabilización
emprendidos por el fascismo político.

PREGUNTA
Es una controversia clásica, pero la crisis económica global que padecemos la con-
vierte de nuevo en pregunta obligada: democracia y capitalismo, ¿callejón sin salida,
caminos de conciliación? En su sociología se sirve del método indiciario, que identifica
señales y pistas anticipadoras de lo que está por venir, ¿se atreve a conjeturar el horizon-
te futuro que nos espera al final de la crisis? ¿Nos encontramos al final de una época o
vivimos quizá un momento de restauración capitalista?

RESPUESTA
Los sociólogos fueron entrenados para predecir el pasado y en eso se han especializa-
do. Los sociólogos críticos piensan en el futuro, pero casi siempre lo hacen como si el
futuro fuese una extensión del presente que conocen tal como lo conocen. Sin embargo, de
ser así nunca habría futuro. La única manera de abordar la opacidad del futuro es ser tan
ciegos hacia él como él lo es hacia nosotros. No se trata de una ceguera total, pues el futuro
también ve algo de nosotros. Nos ve como pasado, que es aquello que ya no somos.
Estamos ante cegueras parcialmente sistémicas y parcialmente estratégicas. En nuestro
caso, el caso del presente que somos, que conocemos y desconocemos, la ceguera estraté-
gica adquiere la forma de apuesta, tal como lo formuló, mejor que nadie, el filósofo fran-
cés del siglo XVII, Blaise Pascal.2 La apuesta es la única manera que tenemos de hacernos
presentes en el futuro. De la misma manera que el ciego se guía por ruidos, voces, acciden-
tes palpables, nosotros apostamos a partir de indicios, pistas, señales, emergencias, ten-
dencias, latencias, con todo lo que todavía no es. El todavía-no-es 3 no es el todavía no de
un todo indiscriminado. Es el todavía no de algo parcialmente determinado por una aspi-
ración realista y por una voluntad proporcionada. Es una forma específica de no ser, un
entreser, como diría el poeta portugués Fernando Pessoa.

¿Sobre qué indicios baso mis apuestas? La frustración de la política nunca se había
convertido tan fácilmente en conciencia ética; el sufrimiento de muchos nunca había sido
tan visible para tantos; los condenados de la tierra nunca actuaron suscitando tanto interés
—y, a veces, la solidaridad— de quien no los entiende o, si los entiende, no los aprueba
totalmente; las clases populares —los solidarios de los excluidos, no necesariamente los
excluidos— nunca lucharon tanto por la democracia con la esperanza de que los límites de
la democracia un día se transformen en democracia sin límites o, por lo menos, en la
democratización de los límites; jamás la naturaleza fue tan invocada para mostrar que no
hay un solo medio para lidiar con ella de forma natural y que lo que a nuestros hábitos
parece más natural es lo más antinatural de todo; los excluidos nunca tuvieron tantas posi-
bilidades para dejar de ser mera estadística y transformarse en un nosotros colectivo;
nunca las personas estuvieron tan guiadas, pero nunca mostraron tampoco tanta capacidad
para no creer en quien los guía; nunca tantos objetos de derechos humanos se mostraron
tan interesados en ser sujetos de derechos; nunca la democracia tuvo tanta credibilidad,
incluso la de aquellos para los que no fue pensada. Ninguno de estos indicios es, por sí
solo, creíble para, a partir de él, formular la apuesta. E incluso todos juntos sólo son
creíbles con la voluntad de aquellos que, basándose en ellos, quieran arriesgar. Esta apues-
ta es especial, pues no basta apostar, cruzar los brazos y esperar los resultados. La persona
que apuesta debe involucrarse personalmente en la lucha por el futuro por el que apuesta.
Mi apuesta personal privilegia el siguiente indicio. Nunca el capitalismo global y la mo-
dernidad occidental intentaron atrapar a tantas personas en el mundo con la retórica de los
derechos humanos y la democracia; pero tampoco nunca tanta gente captó el fondo de la
trampa tratando de utilizarla contra quien quiso atraparla. ¿Por qué no apostar por el éxito
de este intento? Si gozara de éxito efectivo, me sentiría realizado por haber contribuido a
ello. Si no, trataría de confortarme con la idea de que viví en una época en la que las
alternativas estaban bloqueadas; y que sabiamente me dejé engañar para no tener que
entregar mi consentimiento a la barbarie sin solución.

PREGUNTA
La democracia radical que plantea tiene un fuerte potencial emancipador. Su análi-
sis de la emancipación social está indisolublemente ligado a la revisión crítica del
concepto de poder, reducido por la democracia representativa liberal al nicho del Es-
tado. En lugar de ello, usted sostiene que el poder actúa a través de diferentes conste-
laciones que de manera combinada trabajan en distintos espacios sociales. Como con-
trapropuesta, elabora un mapa compuesto por seis emancipaciones sociales funda-
mentales. ¿Podría hablarnos un poco de este mapa y de los parámetros desde los que
concibe la emancipación social?

RESPUESTA
Como ya he indicado, una de las grandes innovaciones de la moderna teoría política
liberal consistió en concebir la idea de un campo político autónomo, el único constituido
por relaciones políticas de poder y, en consecuencia, por las luchas por el poder. Centrado
en el Estado, máxima expresión de las relaciones y de las luchas de poder, el campo
político tiene sus propias reglas de funcionamiento que aseguran la institucionalización de
los conflictos de poder, y, por tanto, el orden social al que aspiraba la burguesía después de
conquistar el control del poder político. La autonomía del campo político fue la otra cara
de su sumisión a los intereses de reproducción del orden burgués. No fue originalmente
pensado como un campo democrático de libre acceso a la competencia por el poder y
mucho menos a la competencia por la regla de disputa del poder. Esta teoría llegó a su
punto álgido de conciencia posible con Habermas y su concepción de la esfera pública, la
expresión política de la sociedad civil burguesa.

La historia de las luchas de la clase trabajadora, ya sea como un colectivo de no
ciudadanos en lucha por su inclusión en el orden burgués o como colectivos de obreros
revolucionarios en lucha por la construcción de un orden social alternativo, fue revelando
que las relaciones políticas de poder expresadas en el campo político eran tan sólo una
pequeña fracción de las relaciones de poder vigentes en la sociedad y que las desigualda-
des de poder político no podían explicarse sin tenerse en cuenta otras muchas desigualdades
de poder activas en otros tantos ámbitos de la vida social —en la fábrica, el hogar, la
comunidad, el mercado, entre otros. Por supuesto, los campos sociales son potencialmente
infinitos y no todos pueden ser considerados igualmente importantes en los términos de las
relaciones de poder que los constituyen. De ahí el error en el que incurren las concepcio-
nes postestructuralistas. Igualmente equivocadas están las concepciones estructuralistas
de raíz marxista porque resultan demasiado monolíticas —centradas en la contradicción
capital-trabajo. A mi juicio, la perspectiva más correcta es la de un estructuralismo plura-
lista, de la que se derivan los seis espacios-tiempo a los que me he referido. A cada uno de
ellos le corresponde una forma específica de relación desigual de poder: en el espacio-
tiempo doméstico, la forma de poder es el patriarcado o las relaciones sociales de sexo; en
el espacio-tiempo de la producción, la forma de poder es la explotación centrada en la
relación capital-trabajo; en el espacio-tiempo de la comunidad, la forma de poder es la
diferenciación desigual, es decir, los procesos por los que las comunidades definen quién
pertenece y quién no pertenece y se arrogan el derecho de tratar de manera desigual a los
que no pertenecen; en el espacio-tiempo del mercado, la forma de poder es el fetichismo
de las mercaderías, el modo en que los objetos asumen vida propia y controlan la subjeti-
vidad de los sujetos (alienación); en el espacio-tiempo de la ciudadanía, la forma de poder
es la dominación, la desigualdad en el acceso a la decisión política y al control de los
políticos, en cuanto que son los que deciden en el ámbito público; por último, en el espa-
cio-tiempo mundial la forma de poder es el intercambio desigual, la desigualdad en térmi-
nos de intercambios internacionales, tanto económicos, como políticos y militares.
Cada una de las formas de poder tiene, como base privilegiada y originaria, un deter-
minado espacio-tiempo, aunque éste no actúa exclusivamente en las relaciones sociales
que lo caracterizan. Más bien, cada una de las formas de poder repercute en todos y cada
uno de los espacios-tiempo. Por ejemplo, el patriarcado tiene su sede estructural en el
espacio-tiempo doméstico, pero está presente en las relaciones sociales de producción, del
mercado, la comunidad y la ciudadanía. Las sociedades capitalistas son formaciones so-
ciales que se reproducen por la acción combinada de estas seis formas de poder. No actúan
de manera aislada. Por el contrario, se alimentan mutuamente y actúan en red. En virtud de
ello, las luchas anticapitalistas, para tener éxito, tienen que luchar contra todas ellas y sólo
avanzan en la medida en que en cada uno de los espacios-tiempo las desigualdades de
poder van disminuyendo. Esto no significa que todos los movimientos u organizaciones
sociales tengan que luchar contra todas las formas de poder. Pero para que cada uno tenga
éxito en su lucha parcial es necesario que tenga conciencia de esa parcialidad y cuente con
el apoyo de los movimientos y organizaciones sociales que luchan contra otras formas de
poder. Es importante que haya articulación entre los diferentes movimientos y organiza-
ciones. El poder que actúa a través de constelaciones sólo se combate eficazmente a través
de una constelación de resistencias. Como sólo esta constelación es estructural, no es
posible privilegiar en abstracto la lucha contra una forma específica de poder. Esto no
quiere decir que las seis formas de poder sean siempre igualmente importantes y que no
sea posible establecer jerarquías internas entre ellas. Lo que ocurre es que la importancia
relativa y las jerarquías entre ellas sólo pueden determinarse en contextos concretos de
lucha, definidos como tales por las condiciones históricas y los efectos de la coyuntura. No
olvidemos que hay estructuras —los espacios-tiempo— y que hay circunstancias y que es
de la inevitable relación entre ellas que nace la contingencia.

Lo que llamamos emancipación social es el efecto agregado de las luchas contra las
diferentes formas de poder social y puede apreciarse por el éxito con el que las luchas van
transformando relaciones desiguales de poder en relaciones de autoridad compartida en
cada uno de los espacios-tiempo.

PREGUNTA
En «La cuestión judía», Marx distingue entre emancipación política y emancipación
humana. La primera, con la que se adquieren derechos de ciudadanía, no implica nece-
sariamente la segunda, que remite a un horizonte de transformación social y humana
profunda. En su obra, usted utiliza el término «emancipación social». Sin embargo, su
idea de la emancipación reclama, en la línea de la emancipación humana, un cambio
radical de las estructuras cognitivas y las relaciones sociales imperantes. ¿Cómo ve la
distinción señalada? ¿Le parece analítica y conceptualmente operativa?

RESPUESTA
La cuestión judía es un texto notable en muchos aspectos y merece una lectura profun-
dizada que no puedo hacer aquí. En él Marx utiliza la religión para presentar un argumento
que más tarde aplicará a otras dimensiones de la sociedad civil, específicamente a la eco-
nomía y, por tanto, a la sociedad capitalista. El argumento es que los judíos, al reclamar
para sí plenos derechos de ciudadanía, confirmaron la separación entre el Estado y la
sociedad civil que subyace a la sociedad burguesa y, en consecuencia, la dualidad entre el
ciudadano —la persona moral que responde por la comunidad— y el individuo egoísta y
asocial que sólo busca la satisfacción de sus propios intereses. La sociedad civil pasa a ser
el ámbito en el que todas las desigualdades son posibles —donde, diría yo, en casos extre-
mos adquieren fuerza regímenes de fascismo social—, sin por ello poner en entredicho
la igualdad abstracta y formal entre los ciudadanos. La religión es un síntoma de estas
desigualdades despolitizadas a las que los judíos se someten pensando que se emancipan.
En resumen, con el Estado laico los judíos conquistan la libertad religiosa, pero no consi-
guen liberarse de la religión. Y, relacionando este argumento con los que presentará más
adelante, añade que no se liberan de la propiedad, sino que obtienen la libertad de propie-
dad, no se liberan del egoísmo de la industria, sino que obtienen la libertad industrial.
Como Marx dice: «La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a
miembro de la sociedad burguesa, a individuo egoísta independiente, y, por otro lado, a
ciudadano del Estado, a persona moral». La emancipación política ante el Estado —que
también es la emancipación del Estado ante la religión— está muy por debajo de la eman-
cipación del hombre ante las sumisiones que lo oprimen —como es el caso de la religión.
Por eso afirma que «el límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en
el hecho de que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmen-
te de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre».
Pero el pensamiento dialéctico de Marx no le permite quedarse ahí. La emancipación
política es falsa en la medida en que emancipa al ciudadano de la tutela del Estado sobre su
religiosidad sin emancipar al individuo de la religiosidad. Pero, al mismo tiempo, la eman-
cipación política significa un progreso. Representa el final de la sociedad señorial, del
Ancien régime. Es el máximo de conciencia posible de la sociedad burguesa. Dice Marx
que «aunque no sea la forma última de la emancipación humana en general, sí es la forma
última de la emancipación humana dentro del orden del mundo actual».

Creo que este análisis sigue siendo válido y es particularmente bien entendido por
quienes, como yo, han pasado parte de su vida bajo regímenes dictatoriales. La democra-
cia política (representativa) no es falsa; es poca, insuficiente y esta insuficiencia sólo pue-
de superarse mediante la articulación de la democracia política con otros tipos de demo-
cracia y con otros campos de democratización, articulación que designo con el nombre de
democracia radical, democracia de alta intensidad o democracia revolucionaria. El mo-
mento en el que la democratización del Estado y de la sociedad sobrepasa con éxito el
límite de compatibilidad con el capitalismo es el mismo en el que la emancipación política
da lugar a la emancipación social.

Globalización contrahegemónica e idea del socialismo

PREGUNTA
Vivimos tiempos de cambios a gran escala y en diferentes órdenes. Atravesamos, como
usted dice, una fase de «transición paradigmática» en la que pueden constatarse la emer-
gencia de nuevos manifiestos, actores y prácticas que reivindican «otro mundo posible»,
urgente y necesario. El Foro Social Mundial, en este sentido, pretende englobar la diversi-
dad de personas, movimientos sociales y luchas de resistencia que forman lo que usted
llama «globalización contrahegemónica». ¿Esta diversidad no necesita la formulación de
un sólido macrodiscurso de alternativa que, respetando la heterogeneidad de los actores,
constituya una alternativa global a la globalización neoliberal hegemónica? En caso de ser
así, ¿cómo pueden armonizarse la unidad de acción y la coherencia discursiva de los movi-
mientos con la articulación de las «pluralidades despolarizadas» de las que usted habla?

RESPUESTA
Con el Foro Social Mundial (FSM) las fuerzas progresistas del mundo comenzaron el
nuevo milenio de manera más prometedora. Fue un momento muy importante para la
creación de conciencia de que era posible organizar globalmente la resistencia al capitalis-
mo, usando algunas de las armas —tecnologías de la información y de la comunicación—
que habían contribuido a la fase más reciente del capitalismo global, la que llamamos
neoliberalismo. Así pues, se hizo posible imaginar una globalización alternativa, de orien-
tación anti o postcapitalista, construida a partir de los movimientos y organizaciones de la
sociedad civil. Las protestas de Seattle en la Ronda del Milenio de la Organización Mun-
dial del Comercio (OMC) en diciembre de 1999 fueron un momento importante de este
proceso, pero no el primero. El primero fue el levantamiento zapatista que tuvo lugar en
Chiapas el 1 de enero de 1994 contra la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte —NAFTA, según sus siglas en inglés. Después de un breve período de
lucha armada, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), recurriendo de mane-
ra muy innovadora a las nuevas tecnologías de la información, comenzó a defender formas
de resistencia transnacional al neoliberalismo, así como también de lucha transnacional
por una sociedad más justa.

A partir de Chiapas y Seattle, el movimiento global contra el neoliberalismo adquirió
un nuevo nivel de conciencia colectiva con el primer Foro Social Mundial en Porto Ale-
gre, en enero de 2001. Se trata de un nuevo tipo de movimiento que simbólicamente marca
una ruptura con las formas de organización de las clases populares vigentes durante el
siglo XX. Es un movimiento muy heterogéneo en términos de base social en el que, contra-
riamente a lo que pudiera pensarse, dominan las organizaciones de trabajadores, aunque
no se presenten como tales. Se presentan como campesinos, desempleados, indígenas,
afrodescendientes, mujeres, habitantes de barrios degradados, activistas de derechos hu-
manos, ecologistas, etcétera. Su lema común —«otro mundo es posible»— revela la mis-
ma heterogeneidad e inclusividad, que se fueron traduciendo en capacidad para articular
diferentes agendas de transformación social, unas más radicales que otras, unas más cultu-
rales, otras más económicas, unas más orientadas a la transformación del Estado, otras a la
transformación de la sociedad.

Esta diversidad y heterogeneidad fueron la respuesta a los fracasos de las luchas
socialistas del siglo pasado, todas ellas centradas en el movimiento obrero y en la contra-
dicción capital-trabajo. Paradójicamente, la supuesta homogeneidad sociológica de las
fuerzas anticapitalistas nunca existió y, en cambio, la polarización de las diferencias polí-
ticas en su seno fue una triste constante del siglo pasado, empezando por el cisma entre
socialistas y comunistas al inicio de la Primera Guerra Mundial. La tradición de izquierda
se forjó, de este modo, en esa cultura política sectaria que produce facciones (o divisiones)
y que podemos definir como la propensión a transformar a los aliados potenciales en los
principales enemigos en el plano sociológico —dadas las condiciones sociales de vida.
Con el tiempo, politizar una cuestión pasó a significar polarizar una diferencia. La unidad
sólo era creíble como expresión de una sola voz y de un solo mando.

Fue en contra de esta cultura política y para superar sus frustraciones que el FSM se
presentó no sólo como contrapeso a los encuentros del Foro Económico Mundial (FEM),
del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial (BM) o de las cumbres de
los países más ricos del planeta (G-8), sino especialmente como la celebración de la diver-
sidad de los movimientos sociales, de las concepciones de emancipación social, de las
estrategias y tácticas para lograr otro mundo posible. Y también como la celebración de la
horizontalidad, es decir, de las relaciones de igualdad en la gestión de esa diversidad.
Obviamente, la diversidad y la horizontalidad tienen un coste elevado cuando se trata de
construir sobre ellas un frente de lucha común contra el capitalismo. El futuro sólo se cons-
truye a partir del pasado y, en razón de ello, desde el inicio del proceso del FSM se fueron
haciendo visibles algunas divisiones heredadas del pasado: ¿reforma o revolución? ¿So-
cialismo o emancipación social? ¿El Estado como enemigo o como aliado potencial?
¿Dar prioridad a las luchas locales/nacionales o a las luchas globales? ¿Privilegiar la ac-
ción directa o la acción institucional? ¿Cabe la lucha armada en el catálogo de formas de
lucha progresistas? ¿Prioridad a los partidos o a los movimientos? A estos interrogantes se
fueron agregando otros planteados por la experiencia del propio FSM: ¿partir de la lucha
por la igualdad hacia la lucha por el reconocimiento de las diferencias o viceversa? ¿El
FSM concebido como un espacio abierto para los movimientos sociales o como un movi-
miento en sí mismo con agenda política propia? ¿Cómo articular las luchas culturales o
sobre el estilo de vida con las luchas económicas? ¿Cuáles son los límites del respeto o de
la compatibilidad entre universos culturales tan distintos y ahora mucho más visibles?
Una cosa parece cierta: no es posible ni deseable volver a la emancipación o a la movi-
lización ejercida por el alto mando. Nadie se moviliza si no es por sus propias razones y la
democracia revolucionaria o comienza en las organizaciones revolucionarias o no empieza
nunca. Por otro lado, la última década ha dejado claro que ningún movimiento social, por
muy fuerte que sea, puede tener éxito en su agenda si no cuenta con la solidaridad de otros
movimientos. El FSM marca el pasaje de la política de movimientos a la política de intermo-
vimientos. Son estas observaciones las que están detrás del concepto de «pluralidades despo-
larizadas» y otros conceptos o propuestas que vengo haciendo, por ejemplo, los conceptos
de «ecología de saberes», de «traducción intercultural» y la propuesta de creación, ya en
marcha, de la Universidad Popular de Movimientos Sociales (UPMS). 4

En lo que específicamente se refiere a la configuración de pluralidades despolariza-
das, la idea subyacente es que las luchas anticapitalistas avancen mediante programas
mínimos, aunque no minimalistas, más basados en acuerdos amplios y a diferentes esca-
las 5 entre movimientos en lucha por diferentes objetivos —contra las diferentes formas de
poder— que en programas de máximos basados en el protagonismo exclusivo de un obje-
tivo o de un movimiento. Esto no significa que, dependiendo de los contextos de lucha, no
pueda darse prioridad a un objetivo o a un movimiento. Significa que, cuando esto ocurre,
la prioridad que le es otorgada se concreta en el modo en que ese objetivo o movimiento
realiza las articulaciones con otros objetivos o movimientos. A título de ejemplo, si en una
dada coyuntura u objetivo el movimiento ambientalista surge como prioritario, le corres-
ponde promover las alianzas con el movimiento indígena, el movimiento feminista, el
movimiento obrero o el movimiento afrodescendiente. Y si, por el contrario, la prioridad
es del movimiento indígena, le compete a éste «traer para sí» las agendas ambientales de
las feministas, los trabajadores y los afrodescendientes. De este modo, en consonancia con
los distintos casos de lucha ambiental, la lucha indígena, en este contexto específico, tiene
que dejarse contaminar por las otras luchas. No se trata, pues, de discutir en abstracto cuál
de las luchas o cuál de los objetivos es el más importante. La discusión siempre tiene lugar
en un determinado contexto y es para darle una respuesta concreta. Por ejemplo, las polí-
ticas neoliberales de alienación y saqueo indiscriminado de los recursos naturales en Amé-
rica Latina sirvieron para otorgar prioridad a las críticas y luchas contra la acción extracto-
ra (el extractivismo) 6 —petróleo, minerales, agua, recursos naturales— y con ellas, a los
pueblos indígenas, las poblaciones más duramente afectadas. Esta lucha, para tener éxito,
debe forjar alianzas con los movimientos ecologistas y obreros —mineros, por ejemplo—,
hecho que, a su vez, exige cambios en la formulación de los objetivos y en la conducción
de la lucha. Estas articulaciones y acuerdos responden al momento concreto y pueden
reconfigurarse en los momentos posteriores. La pluralidad significa que la agregación de
luchas, de intereses y de energías organizativas se hace con el debido respeto de las dife-
rencias entre movimientos. Para ello, la discusión y la deliberación sobre las prioridades y
las formas de lucha deben ser lo más democráticas posibles. A su vez, la despolarización
resulta de entrar en el campo dialéctico de la discusión y la deliberación, aspecto necesario
para tomar decisiones concretas en contextos concretos. E, incluso así, la opción de salida
está siempre abierta. Ésta es una nueva forma de politizar cuestiones y realizarla llevará
mucho tiempo. Apunta hacia un nuevo tipo de frentismo 7 que mantiene intactas las autono-
mías y las diferencias, y no permite la gestión manipuladora de programas de máximos y
programas de mínimos. Por eso he dicho antes que las luchas contrahegemónicas avanzan
sobre la base de unos programas mínimos, pero no minimalistas. Es decir, la construcción
de la articulación y de la agregación tiene un valor y una fuerza independientes de los
objetivos o las luchas que se agregan. Es en esta construcción que reside el potencial
desestabilizador de las luchas: en la capacidad de promover el pasaje de lo que es posible
en un momento dado hacia lo que está emergiendo como tendencia o latencia de nuevas
articulaciones y agregaciones. A menudo, son las luchas más periféricas o los movimien-
tos menos consolidados en un determinado momento los que llevan consigo la emergencia
de nuevas posibilidades de acción y transformación.

PREGUNTA
En relación con la pregunta anterior, ¿ha supuesto el último Foro Social Mundial de
Belém do Pará (2009), en el que usted ha participado activamente, avances reales en la
adopción formal de posiciones unitarias de consenso transformadas en discursos progra-
máticos, planes de acción y posiciones políticas firmes que orienten la agenda específica de
las próximas luchas contrahegemónicas y marquen el paso de la resistencia a la ofensiva?

RESPUESTA 
El impacto del movimiento a lo largo de esta década terminada ha sido mucho mayor del
que se imagina. Para citar sólo algunos ejemplos. Fue en el primer Foro Social Mundial que
se discutió la importancia de que los países de desarrollo intermedio con grandes poblacio-
nes —tales como Brasil, India, Sudáfrica— se agruparan como forma privilegiada para
alterar las reglas de juego del capitalismo global. Uno de los principales participantes en los
debates sería poco después el articulador de la diplomacia brasileña. Y ellos forman parte
del BRIC —Brasil, Rusia, India y China— y del G-20. La llegada al poder en América
Latina de presidentes progresistas no puede entenderse sin el fermento de la conciencia
continental por parte de los movimientos generada en el FSM. El obispo Fernando Lugo,
hoy presidente de Paraguay, llegó al primer FSM en autocar por no tener dinero para pagar
los costes de un viaje en avión. La lucha trabada con éxito contra los tratados de libre
comercio se generó en el FSM. Fue en función de la movilización del FSM que el FEM de
Davos (Suiza) cambió de retórica y de preocupaciones políticas —la pobreza, la importan-
cia de las organizaciones no gubernamentales y de los movimientos sociales. Fue también
la presión de las organizaciones del FSM especializadas en la lucha contra la deuda externa
de los países empobrecidos por el neoliberalismo la que condujo al Banco Mundial a acep-
tar la posibilidad de condonación. Podría dar muchos otros ejemplos.

Al principio, el FSM fue una novedad total, por lo que atrajo la atención de los
grandes medios de comunicación. Después, el interés mediático se desvaneció y, en
buena parte por eso, se fue creando la idea de que el FSM estaba perdiendo ritmo y
capacidad de atracción. En realidad, el FSM se ha diversificado mucho a lo largo de la
década con la organización de foros regionales, temáticos y locales. De ahí que se haya
decidido celebrar una reunión mundial cada dos años —la próxima será en 2011 en
Dakar (Senegal). Se han intensificado las articulaciones entre movimientos similares en
diferentes partes del mundo, como, por ejemplo, entre los movimientos indígenas o
entre los movimientos de mujeres.

Diez años más tarde, es necesario hacer un balance para tomar el pulso al movimien-
to. En este momento hay varias propuestas, algunas de las cuales tienen por objeto volver
el movimiento más vinculante en términos de iniciativas mundiales. Algunas de ellas se
limitan a los movimientos y organizaciones sociales. Es el caso de la propuesta formulada
recientemente por el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, de crear una Inter-
nacional de los Movimientos Sociales. Otras apuntan a superar la división entre movi-
mientos y partidos progresistas. Es el caso de la propuesta, también reciente, del presiden-
te de Venezuela, Hugo Chávez, de crear la Quinta Internacional, congregando a los parti-
dos de izquierda en todo el mundo.

PREGUNTA
Define el socialismo como «democracia sin fin». De manera prudente, no habla del
socialismo en singular, sino de los socialismos del siglo XXI. ¿Qué perfil deberían tener
estos socialismos? ¿Cuáles son los desafíos que debe asumir la izquierda actual en el
marco de la crisis del reformismo socialdemócrata y del socialismo transformador?
¿Le parece que la renovada presencia de la izquierda  política que está experimentando
elcontinente latinoamericano cumple con estas condiciones?

RESPUESTA 
Tres precisiones previas. Primera, izquierda es el conjunto de teorías y prácticas trans-
formadoras que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, resistieron a la expansión
del capitalismo y al tipo de relaciones económicas, sociales, políticas y culturales que
genera, y que se hicieron con la convicción de la posibilidad de un futuro postcapitalista,
de una sociedad alternativa, más justa por estar orientada a la satisfacción de las necesida-
des reales de los pueblos, y más libre, por estar centrada en la realización de las condicio-
nes del ejercicio efectivo de la libertad. A esa sociedad alternativa se la llamó genérica-
mente socialismo. Hablar del socialismo del siglo XXI significa hablar de lo que existió y
de lo que aún no existe como si fueran partes de la misma entidad. No estoy seguro de que
ésta sea la mejor forma de imaginar el futuro, aunque creo que el análisis desapasionado y
crítico del socialismo del siglo XX, a pesar de ser urgente, aún no se ha hecho y, probable-
mente, todavía no se pueda hacer.

Segunda precisión: una sociedad es capitalista no porque todas las relaciones eco-
nómicas y sociales sean capitalistas, sino porque éstas determinan el funcionamiento de
todas las otras relaciones económicas y sociales existentes en la sociedad. Inversamen-
te, una sociedad socialista no es socialista porque todas las relaciones sociales y econó-
micas sean socialistas, sino porque éstas determinan el funcionamiento de todas las
otras relaciones existentes en la sociedad.

Tercera precisión: no estamos viviendo una crisis final del capitalismo. Los movi-
mientos y organizaciones sociales cuentan hoy con una experiencia social enorme que
les hace mirar con cierta reserva todos los anuncios de crisis finales del capitalismo. El
capitalismo tiene una capacidad enorme de regeneración. Los partidarios más acérrimos
del neoliberalismo ni siquiera parpadearon a la hora de aceptar la mano auxiliadora del
Estado para resolver la crisis financiera de 2008, lo que en algunos casos implicó nacio-
nalizaciones, la palabra maldita de los últimos treinta años. Cuando analizamos las pro-
fundas crisis de nuestro tiempo, sea la crisis financiera, la crisis ecológica o la energéti-
ca, no sabemos si lo que más nos impacta o sorprende es la gravedad de las crisis o la
manera en que están siendo «resueltas». ¿Cómo ha sido posible transferir tanto dinero
de los ciudadanos a los bolsillos de delincuentes financieros personalmente muy ricos
sin provocar una convulsión social? ¿Cómo es posible que el capitalismo más salvaje y
amoral triunfara en la Cumbre de la Organización de las Naciones Unidas sobre el Cam-
bio Climático celebrada en diciembre de 2009 en Copenhague? Tener en mente esta
dosis de realismo es fundamental para profundizar en las agendas transformadoras y
construir nuevos radicalismos.

Dicho esto, es preciso pensar con audacia los caminos por donde se pueden radicalizar
los programas mínimos no minimalistas —las reformas revolucionarias de André Gorz. En
mi opinión, las palabras audaces son tres: desmercantilizar, democratizar y descolonizar.
Desmercantilizar significa dejar de pensar 8 la naturalización del capitalismo. Con-
siste en sustraer grandes áreas de la actividad económica a la valoración del capital —a la
ley del valor—: economía social, comunitaria y popular, cooperativas, control público de
los recursos estratégicos y de los servicios de los que depende directamente el bienestar
de los ciudadanos y de las comunidades. Significa, sobre todo, impedir que la economía
de mercado amplíe su radio de alcance hasta transformar la sociedad en una sociedad de
mercado —donde todo se compra y todo se vende, incluso los valores éticos y las opcio-
nes políticas—, como está ocurriendo en las democracias del Estado de mercado. Des-
mercantilizar significa, asimismo, dar credibilidad a los nuevos conceptos de fertilidad
de la tierra y de productividad de aquellos hombres y mujeres que no colisionen con los
ciclos vitales de la madre tierra: vivir bien en lugar de vivir siempre mejor.

Democratizar significa des-pensar la naturalización de la democracia liberal repre-
sentativa y legitimar otras formas de deliberación democrática (demodiversidad); encon-
trar nuevas conexiones entre la democracia representativa, la democracia participativa y la
democracia comunitaria; y, sobre todo, ampliar los ámbitos de la deliberación democráti-
ca más allá del restringido campo político liberal que, como he dicho, transforma la demo-
cracia política en una isla de democracia que convive con un archipiélago de despotismos:
en la fábrica, la familia, la calle, la religión, la comunidad, en los medios de comunicación,
los saberes, etcétera.

Descolonizar, por último, significa des-pensar la naturalización del racismo —el racis-
mo justificado como resultado de la inferioridad de ciertas razas o grupos étnicos y no como
su causa— y denunciar todo el vasto conjunto de técnicas, entidades e instituciones sociales
que lo reproducen: los manuales de historia, la escuela, la universidad —qué se enseña,
quién enseña y a quién—, los noticiarios, la moda, las comunidades cerradas, la represión
policial, las relaciones interpersonales, el miedo, el estereotipo, la mirada sospechosa, la
distancia física, el sexo, la música étnica, las metáforas y chistes habituales, los criterios
sobre lo bello, lo adecuado, lo apropiado, lo bien pronunciado, lo bien dicho, lo inteligente,
lo creíble, la rutina, el sentido común, los departamentos de relaciones públicas o de recluta-
miento de empleados, lo que cuenta como saber y como ignorancia, etcétera.

Desmercantilizar, democratizar y descolonizar significa, en última instancia, refun-
dar el concepto de justicia social incluyendo en la igualdad y en la libertad el reconoci-
miento de las diferencias —sin caer en el relativismo ni el universalismo como punto de
partida—, la justicia cognitiva —la ecología de saberes— y la justicia histórica —la lucha
contra el colonialismo extranjero y el colonialismo interno. Cuanto más amplio sea el
concepto de justicia adoptado, más abierta será la guerra de la historia y de la memoria: la
guerra entre los que no quieren recordar y entre los que no pueden olvidar.

PREGUNTA
Una cuestión importante a la hora de teorizar la transformación social es el papel del
sujeto protagonista. ¿Cree usted que los movimientos por una globalización alternativa
constituyen el nuevo sujeto histórico, más concreto y plural, capaz de efectuar la trans-
formación emancipadora de la realidad? Más en concreto, ¿le parece viable, en las ac-
tuales circunstancias, la creación de una red global de actores lo suficientemente madura
para alumbrar desde abajo una alternativa propiamente socialista radical?

RESPUESTA 
Los sujetos históricos son todos los sujetos que hacen la historia. Hacen historia en la
medida en que no se conforman con el modo en que la historia los ha hecho. Hacer historia
no es toda acción de pensar y actuar a contracorriente; es el pensar y el actuar que fuerza a
la corriente a desviarse de su curso «natural». Sujetos históricos son todos los rebeldes
competentes.

En el siglo pasado estuvimos muy marcados por la idea de que el sujeto histórico de
la transformación socialista de la sociedad era el obrero industrial. Las divisiones en el
movimiento obrero y la pérdida de horizontes postcapitalistas, combinada con el surgi-
miento de movimientos sociales que se presentaban como alternativas más radicales tanto
en el plano temático como en el cultural y el organizacional, crearon la idea finisecular
según la cual el obrero ha dejado de ser el sujeto histórico teorizado por Marx y que, o el
concepto dejaría de tener interés en general, o era necesario pensar en sujetos históricos
alternativos. Me temo que, así formulada, esta pregunta confunde más que aclara. Si nos
fijamos en la composición sociológica de los movimientos sociales podemos observar que
en su base hay casi siempre trabajadores y trabajadoras, a pesar de que no se organicen
como tales ni recurran a las formas históricas del movimiento obrero —sindicatos y parti-
dos obreros. Se organizan como mujeres, como campesinos, como indígenas, como afro-
descendientes, como inmigrantes, como activistas de la democracia participativa local o
de los derechos humanos, como homosexuales, entre otros colectivos. La cuestión impor-
tante no es la pérdida de la vocación histórica de los trabajadores. Es más bien la cuestión
de saber por qué en los últimos treinta años los trabajadores se movilizan menos a partir de
la identidad vinculada al trabajo y más a partir de otras identidades que siempre tuvieron.

Los factores que pueden contribuir a dar una respuesta son muchos. Se han producido
transformaciones profundas en la producción capitalista, tanto en el ámbito de las fuerzas
productivas como en el ámbito de las relaciones de producción. Por un lado, los avances
tecnológicos en los procesos de producción, la revolución en las tecnologías de la infor-
mación y la comunicación y el abaratamiento de los transportes alteraron profundamente
la naturaleza, la lógica, la organización y las jerarquías del trabajo industrial. Por otro
lado, el capitalismo «se globalizó» —entre comillas, porque siempre ha sido global—
para evadir la regulación estatal de las relaciones capital-trabajo, objetivo que en buena
parte ha conseguido. Era sobre esta regulación que se asentaba la identidad sociopolítica
de los trabajadores en cuanto tales.

La desregulación de la economía significó, entre otras cosas, la desidentificación
obrera. Fue un proceso dialéctico, pues la desidentificación causada por las alteraciones
en la esfera de la producción también favoreció el éxito de la desregulación. A su vez, la
desidentificación obrera abrió espacio para la emergencia de otras identidades hasta en-
tonces latentes o incluso activamente reprimidas por los propios trabajadores. Progresiva-
mente, las identificaciones alternativas se volvieron más creíbles y eficaces para canalizar
la denuncia del deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores, del agravamiento
de las desigualdades de poder y de la injusticia social causada por la nueva fase del capi-
talismo global, convencionalmente llamada globalización o neoliberalismo.

Las identificaciones alternativas no estaban igualmente distribuidas o disponibles en
el vasto campo social del trabajo y las asimetrías sociales se pusieron de manifiesto en los
tipos de demandas que adquirieron más visibilidad y en las regiones del mundo en las que
se revelaron más eficaces. En muchos casos, ni siquiera es correcto hablar de identidades
alternativas porque los grupos sociales que se apropiaron de ellas no habían tenido antes
ninguna identificación que no fuera la basada en los procesos y en la fuerza de trabajo. En
estos casos estamos frente a identidades originarias que en un determinado momento his-
tórico se transformaron en recursos activos de identificación colectiva y reivindicativa.
Este cambio fue propiciado por transformaciones en el ámbito cultural ocurridas
entretanto, y que fueron, ellas mismas, resultado de relaciones dialécticas. Por un lado, la
movilización política a partir de las «nuevas» identidades reveló la existencia de otras
formas de opresión antes naturalizadas y las proveyeron de una dimensión ética y de la
política que antes no tenían. Revalorizaron lo que antes estaba desvalorizado: las mujeres
eran consideradas inferiores y menos capaces de realizar el trabajo industrial de más valor;
los indígenas no existían o eran pueblos en extinción, tal como ocurría con otras especies
de la naturaleza; los campesinos eran un residuo histórico y su desaparición sería un signo
de progreso; los afrodescendientes eran el infeliz y marginal resultado de un proceso his-
tórico globalmente portador de progreso; la preocupación por el medio ambiente era reac-
cionaria porque celebraba el subdesarrollo; los recursos naturales existían en la naturaleza
y no en comunidades humanas, eran infinitos y, por tanto, explotables sin límite; los dere-
chos humanos eran una nebulosa política dudosa de la que lo único rescatable eran los
derechos de la ciudadanía por los que el movimiento obrero tanto había luchado; los dere-
chos colectivos eran una aberración jurídica y política; la paz era un bien pero el complejo
militar-industrial no lo era menos; la democracia era algo positivo, pero con muchas reser-
vas, ya fuera porque desviaba la atención y las energías necesarias para la revolución o
porque daba a los excluidos la peligrosa ilusión de formar parte algún día de los incluidos,
lo que, de ocurrir, sería un desastre para el orden social y la gobernabilidad.

Estos procesos, como he dicho, estuvieron dialécticamente vinculados a las transfor-
maciones del capitalismo en este período. Por un lado, la lógica de la acumulación amplia-
da hizo que cada vez más y más sectores de la vida quedasen sujetos a la ley del valor:
desde los bienes esenciales para la supervivencia —como, por ejemplo, el agua— al cuer-
po — Homo prostheticus—: extensiones electrónicas del cuerpo, industria del cuidado
corporal, tráfico de órganos, etcétera; desde los estilos de vida —los consumos físicos y
psíquicos «necesarios» para la vida en la sociedad de consumo— a la cultura —industria
del ocio y del entretenimiento—; desde los sistemas de creencias —las teologías de la
prosperidad— a la política —tráfico de votos y decisiones tomadas por vía de la corrup-
ción, lobbying, abuso de poder. Con todas estas transformaciones, el capitalismo fue mu-
cho más allá de la producción económica en sentido convencional y se convirtió en un
auténtico modo de vida, en un universo simbólico-cultural lo suficientemente hegemónico
como para impregnar las subjetividades y las mentalidades de las víctimas de sus clasifica-
ciones y jerarquías.

La lucha anticapitalista se hizo más difícil y para poder ser eficaz en el plano econó-
mico tuvo que adquirir una dimensión cultural e ideológica. Por otro lado, y para sorpresa
de muchos, la acumulación ampliada, lejos de erradicar los últimos vestigios de la acumu-
lación primitiva —las formas de sobreexplotación, pillaje, esclavitud, confiscaciones po-
sibles por medios «extraeconómicos», militares, políticos—, la fortaleció, tal como había
previsto Rosa Luxemburgo, y la convirtió en una realidad cruel para millones de personas
que viven en la periferia del sistema mundial, tanto en la periferia global —los países más
fuertemente sometidos al intercambio desigual— como en las periferias nacionales —los
grupos sociales excluidos en cada país, incluso en los países centrales, el fenómeno que se
ha llamado «Tercer Mundo interior». Muchos de los que viven bajo el régimen del fascis-
mo social están sujetos a formas de acumulación primitiva.

Éstos son algunos de los factores que pusieron en cuestión no sólo el papel protago-
nista del movimiento obrero, sino también la propia idea de sujeto histórico. Las formas de
opresión reconocidas como tales y la manera en que se viven hoy son numerosas, estando
muy diversificadas en la intensidad y en las luchas de resistencia que plantean. La interre-
lación global entre ellas también es más visible. La pluralidad de acciones y de agentes
anticapitalistas y anticolonialistas es hoy un hecho ineludible a la hora de pensar en las
alternativas al capitalismo y al colonialismo.

No está claro cuál es el sentido que hoy en día hay que atribuir a la expresión «alter-
nativa socialista radical». En primer lugar, porque, como hemos visto, el objetivo actual
del socialismo es impreciso o contestado. Muchos de los movimientos que luchan contra
el capitalismo o contra el colonialismo no definen sus objetivos como socialismo. En
segundo lugar, porque tampoco está claro qué se entiende por «radical» en referencia al
socialismo. Uso el adjetivo «radical» cuando me refiero a la democracia porque me permi-
te darle un contenido específico: el de las luchas articuladas por la democratización en
cada uno de los seis espacios-tiempo señalados. Más allá de cierto límite, el éxito de estas
luchas es incompatible con el capitalismo. La democracia revolucionaria es la que sabe
pasar este límite e imponerse más allá. Lo hace mediante la creación de subjetividades,
mentalidades y formas de organización tan intensamente democráticas que la imposición
dictatorial del capitalismo se convierte en una violencia intolerable e intolerada.

El éxito de las alternativas socialistas se mide por el grado, más o menos intenso, con
el que hacen que el mundo sea menos confortable para el capitalismo. El problema es que
este efecto está lejos de ocurrir de manera lineal, algo que resulta muy difícil de concebir
en teoría y de valorar en política. Las inercias políticas y teóricas derivan de esta dificul-
tad. La creencia en la linealidad nos lleva a seguir creyendo en propuestas y modelos hace
tiempo inviables a la vez que nos impide identificar el valor propositivo de luchas y obje-
tivos emergentes. Las alternativas socialistas —prefiero siempre el plural— tienden a sur-
gir de una confluencia virtuosa entre la identificación de lo que ya no es posible y la
identificación de lo que todavía no es posible.

Interculturalidad, plurinacionalidad y poscolonialidad

PREGUNTA
Usted ha acuñado el concepto de «multiculturalismo emancipatorio» o también «mul-
ticulturalismo progresista». ¿Podría explicar en qué consiste esta posición teórica y en
qué se diferencia de las otras versiones del multiculturalismo?

RESPUESTA 
El multiculturalismo de los últimos treinta años es el resultado de los cambios antes
mencionados. Se trata del reconocimiento de la diversidad cultural de los grupos sociales,
un hecho que asumió importancia política cuando la inmigración hizo evidente esta diver-
sidad en los países capitalistas centrales, en los que se produjo la teoría hegemónica, inclu-
yendo la teoría crítica hegemónica. La facilidad con la que el multiculturalismo fue acep-
tado como nueva dimensión de las relaciones sociales se debió a dos factores principales.
Por un lado, el multiculturalismo desplazó la energía contestataria del ámbito económico-
social al ámbito sociocultural, hecho que, de algún modo, contribuyó a considerarlo in-
ofensivo y hasta funcional para la reproducción del capitalismo. Por otra parte, en los
países centrales —de Europa y América del Norte— el multiculturalismo se entendió
principalmente como la expresión de la tolerancia de la cultura occidental hacia otras
culturas. Ahora bien, sólo se tolera lo intolerable o aquello que no nos interesa o no nos
concierne. En ninguno de los casos se admite la posibilidad de la transformación de la
cultura occidental como resultado del contacto con otras culturas, es decir, la posibilidad
de transformación y enriquecimiento mutuo como resultado de diálogos promovidos a
partir del reconocimiento de la copresencia de varias culturas en el mismo espacio geopo-
lítico. A esta concepción del multiculturalismo la llamo multiculturalismo reaccionario. Es
la concepción dominante en los países centrales y el contexto de su vigencia es la inmigra-
ción procedente de las antiguas colonias, en el caso de Europa, o de América Latina, en el
caso de Estados Unidos.

En contraste con esta posición, he venido proponiendo el concepto de «multicultura-
lismo emancipador» o, más recientemente, el concepto de «interculturalidad descolonial».
Este concepto parte de las experiencias de las víctimas de la xenofobia, el racismo, el
etnocentrismo y las organizaciones a través de las que se expresa su resistencia. Conviene
tener en cuenta que la interculturalidad descolonial se basa en las siguientes ideas.

Primera, la modernidad occidental, en su versión hegemónica, es capitalista y colo-
nialista. El colonialismo no terminó con el fin del colonialismo político, sino que, por el
contrario, se mantuvo, y hasta se intensificó en tres campos de relaciones: en las relaciones
entre las antiguas potencias coloniales y sus ex colonias, en las relaciones sociales y polí-
ticas dentro de las sociedades excoloniales —en la forma en que minorías étnicas y, a
veces, mayorías étnicas fueron discriminadas en el período posterior a la independencia—
y, por último, en el interior de las sociedades colonizadoras —sobre todo en las relaciones
con comunidades de inmigrantes. El capitalismo y el colonialismo son dos modos de
opresión distintos, pero se pertenecen mutuamente y las luchas contra ambos deben ser
articuladas. Es importante destacar este punto porque las actuales corrientes de estudios
culturales llamadas poscoloniales han tendido a entender el colonialismo como un artefac-
to cultural desligado del capitalismo y, por lo tanto, de las relaciones socioeconómicas que
sostienen la reproducción del colonialismo.

Segunda, y relacionada con lo anterior, la injusticia histórica originada en el colonia-
lismo coexiste con la injusticia social propia del capitalismo. Por esta razón, el reconoci-
miento de la diferencia cultural que subyace a la demanda intercultural —la lucha por la
diferencia— no es posible sin una redistribución de la riqueza —la lucha por la igual-
dad—, ya que las víctimas de la discriminación y del racismo son casi siempre las más
afectadas por la distribución desigual de la riqueza social.

La interculturalidad descolonial, en tercer lugar, se basa en el reconocimiento de las
asimetrías de poder entre las culturas, reproducidas durante una larga historia de opresión,
pero no defiende la incomunicación, la indiferencia y mucho menos la inconmensurabili-
dad entre ellas. Considera, por el contrario, que es posible el diálogo intercultural siempre
que sean respetadas determinadas condiciones que garanticen la autenticidad del diálogo
y el enriquecimiento mutuo. Este diálogo no es posible si no se modifican las condiciones
dominantes de tolerancia de la cultura autodesignada superior en relación con las otras
culturas presentes. La tolerancia conduce a la guetización de las otras culturas.

PREGUNTA
Partiendo del reconocimiento de la pluralidad de culturas y de la existencia de diferen-
tes proyectos de emancipación social, habla de la necesidad de realizar un trabajo de
traducción e interpretación no sólo entre culturas, sino también entre los movimientos
sociales que forman la globalización contrahegemónica. ¿Qué es lo que está en juego
con el diálogo intercultural y el diálogo intermovimientos? El diálogo entre culturas y
movimientos puede funcionar como un puente para construir inteligibilidad y solidari-
dad recíprocas, pero también como un foco de tensión que puede implicar riesgos. ¿Qué
condiciones deben reunirse para favorecer un diálogo intercultural productivo?

RESPUESTA 
He defendido que la diversidad del mundo y de las fuerzas que intentan transformarlo
no puede ser captada por una teoría general. La teoría general no tiene la pretensión de
abarcarlo todo, sino que defiende que todo lo que ella no es capaz de abarcar es insignifi-
cante o irrelevante. Esta última pretensión hoy es insostenible dada la relevancia de mu-
chas de las prácticas transformadoras durante los últimos treinta años no previstas por la
teoría crítica. Una nueva teoría general que trata de incluir estas prácticas acabará por
considerar insignificantes o irrelevantes otras prácticas que mañana la sorprenderán, tal
como ocurrió con la teoría anterior. Suelo decir que no necesitamos de una teoría general.
Necesitamos, como máximo, una teoría general sobre la imposibilidad de una teoría gene-
ral, lo que llamo universalismo negativo. Esta teoría general negativa, por así llamarla, no
es más que el reconocimiento consensual de que nadie ni ninguna teoría tiene recetas
universales para resolver los problemas del mundo o construir una sociedad mejor.

Sin embargo, lo que la teoría general no unifica tiene que ser de alguna manera unifi-
cable, porque de lo contrario no será posible luchar eficazmente contra los sistemas de
poder desigual. Dicho de otro modo, las luchas sociales emancipadoras, al responder a las
necesidades de grupos sociales excluidos, oprimidos, discriminados, a menudo se enfren-
tan con otra necesidad derivada de la misma lucha, la de sumar fuerzas, buscar alianzas y
articulaciones con otras luchas contra otras formas de exclusión, opresión o discrimina-
ción a fin de aumentar su eficacia transformadora. La necesidad de unificación es, de este
modo, siempre contextual y parcial y responde a necesidades prácticas y no a exigencias
teóricas. Naturalmente, esta necesidad puede y debe ser teorizada, pero la teorización será
siempre contextual y parcial. No será una teoría de vanguardia, sino más bien una teoría de
retaguardia, orientada al fortalecimiento de las condiciones de eficacia de las articulacio-
nes que se imponen como necesarias. En resumen, una teoría que reflexione sobre las
articulaciones necesarias y los procedimientos a reforzar.

Defiendo que la alternativa a la teoría general es el procedimiento de la traducción
intercultural e interpolítica. Se trata de un procedimiento que tiene como objetivo general
aumentar el interconocimiento entre los movimientos sociales y maximizar así sus posibi-
lidades de articulación. Este planteamiento general puede dividirse en tres objetivos espe-
cíficos: 1) profundizar la comprensión recíproca entre movimientos/organizaciones políti-
cos y sociales; 2) crear niveles de confianza recíproca entre movimientos/organizaciones
muy diferentes que hagan posibles acciones políticas conjuntas que impliquen invertir
recursos y asumir riesgos por parte de los diferentes movimientos y organizaciones invo-
lucrados; 3) promover acciones políticas colectivas basadas en relaciones de autoridad,
representación y responsabilidad compartidas y en el respeto de la identidad política y
cultural de los diferentes movimientos y organizaciones implicados.

A diferencia de la teoría general, el procedimiento de traducción no establece jerar-
quías en abstracto entre los movimientos o entre las luchas y mucho menos determina la
absorción de unos por otros. El procedimiento de traducción trata de volver porosas las
identidades de los diferentes movimientos y luchas presentes de manera que tanto lo que les
separa como lo que les une se haga cada vez más visible y sea tenido en cuenta en las alianzas
y articulaciones necesarias. Traducir significa siempre afirmar la alteridad y reconocer la
imposibilidad de una transparencia total. El procedimiento de traducción es un procedimien-
to de aprendizaje mutuo. No es educación para adultos, porque los participantes son todos
adultos y están todos educados. Tampoco es formación de cuadros porque no hay formado-
res ni personas en formación. Y tampoco es educación popular porque todos son simultánea-
mente alumnos y educadores. Es un diálogo entre actores políticos formados y educados
que, a partir de las luchas en las que están implicados, sienten la necesidad de des-educarse
y de des-formarse para hacer avanzar los movimientos en los que participan.

La traducción aplicada a los movimientos y las luchas sociales no es un procedimien-
to nuevo. Es una acentuación o nuevo énfasis. Consiste en otorgar centralidad y prioridad
a procedimientos dispersos adoptados con diferentes grados de convicción y consistencia
por los movimientos y organizaciones, muchas veces a merced de necesidades coyuntura-
les y opciones tácticas. La traducción intercultural e interpolítica intenta transformar nece-
sidades coyunturales en opciones estratégicas.

Se comprende que el procedimiento de traducción sea interpolítico. Se trata de partir
del reconocimiento de que los movimientos y organizaciones sociales, más allá de ser
subsidiarios de tradiciones de resistencia y de lucha específicas, van creando, a través de
su práctica, lenguajes para formular demandas e identificar adversarios, preferencias por
ciertos tipos de acciones en detrimento de otros, prioridades en lo que respecta a los obje-
tivos y alianzas para alcanzarlos. Aunque rara vez sea reconstruido así, este conjunto tien-
de a ser una política y una forma de hacer política dotado de cierta coherencia. No sorpren-
de que ofrezca resistencias y exprese inseguridad cuando se enfrenta con la necesidad de
dialogar con otras políticas y modos de hacer política. Estas resistencias e inseguridades
están en la base de mucha frustración en las alianzas y fracaso en las acciones intermovi-
mientos. La traducción, al asumirse como interpolítica, reconoce estas diferencias y pro-
cura que el debate entre ellos disminuya las resistencias y la inseguridad.

El procedimiento de traducción es también intercultural porque trata de responder a
los cambios culturales producidos en los últimos treinta años en las luchas de resistencia
contra el capitalismo, el colonialismo y el sexismo. Las luchas más innovadoras se lleva-
ron a cabo en el Sur Global y envolvieron a grupos sociales y clases que habían sido
ignorados por la teoría crítica dominante —casi toda producida en el Norte Global. Estas
luchas enriquecieron el repertorio de las reivindicaciones y de los objetivos, los formula-
ron con lenguajes nuevos referidos a universos culturales muy distintos a los de la moder-
nidad occidental. Con esto dejaron claro que la emancipación social tiene muchos nom-
bres y que los diferentes movimientos están anclados en diferentes culturas, son portado-
res de diferentes conocimientos y diferentes mezclas entre conocimiento científico y popular.
Un posible diálogo entre ellos tiene que tener en cuenta esta realidad y celebrarla, en lugar
de ver en ella una carga que impide la articulación entre los movimientos que constituyen
la globalización contrahegemónica. Esta tarea no es fácil, aunque es inevitable.

La traducción intercultural entre movimientos sociales es un caso específico de diá-
logo intercultural y está sujeto a los riesgos que éste comporta. El diálogo intercultural
sólo es posible en la medida en que se acepte la posibilidad de simultaneidad entre con-
temporaneidades distintas. No es una condición fácil en la región occidental del mundo
contrahegemónico dada la concepción lineal que subyace a la modernidad occidental.
Para esta concepción, a la que llamo monocultura del tiempo lineal, sólo hay una manera
de ser contemporáneo: coincidir con lo que es contemporáneo para la modernidad occi-
dental. En vista de ello, los procedimientos de traducción intermovimientos en los que
participen movimientos impregnados por la cultura occidental presuponen que éstos pro-
gresivamente se van a descontemporaneizar, hasta el punto de reconocer que hay otros
modos de ser contemporáneo y que el diálogo horizontal con ellos es posible y deseable.
Aunque de manera diferente, los movimientos culturalmente no occidentales deberán pa-
sar por procesos de descontemporaneización siempre y cuando, como punto de partida, no
reconozcan otra contemporaneidad, excepto aquella que les ha sido transmitida por la
tradición histórica de su cultura.

Otra dificultad derivada del diálogo en el presente es la referida al pasado de inter-
cambios desiguales entre la cultura occidental y las culturas no occidentales. ¿Cuáles son
las posibilidades de diálogo entre dos culturas cuando una de ellas fue víctima en el pasa-
do de opresiones y destrucciones perpetradas en nombre de otra cultura? Cuando dos
culturas comparten tal pasado, el presente compartido en el momento de iniciar el diálogo
es, en el mejor de los casos, un equívoco y, en el peor, un fraude. Las tareas de traducción
intercultural pueden enfrentarse con el siguiente dilema: como en el pasado la cultura
dominante hizo que algunas de las aspiraciones de la cultura oprimida se volvieran impro-
nunciables, ¿es posible tratar de pronunciarlas en el diálogo intercultural sin por ello refor-
zar la impronunciabilidad?

Centrándome en el caso específico de la traducción entre conocimientos y prácticas
de lucha, pienso que el éxito de la traducción interpolítica e intercultural depende de la
adopción de los siguientes principios:
1. De la completitud a la incompletitud. La completitud —la idea de que la cultura o
la propia política proporciona respuestas a todas las preguntas— es a menudo el punto de
partida de algunos movimientos. La traducción avanza en la medida en que la completitud
va dando lugar a la conciencia de incompletitud cultural, es decir, la idea de que existen
deficiencias en la cultura o en la propia política y que éstas pueden ser parcialmente supe-
radas con las contribuciones de otras culturas o políticas.

2. De las versiones culturales estrechas a las versiones culturales amplias. En ge-
neral, las culturas y las opciones políticas tienden a ser internamente diversas y algunas
de sus versiones reconocen mejor que otras las diferencias culturales y políticas, convi-
viendo más fácilmente con ellas. Son estas versiones, las que presentan un círculo de
reciprocidad más amplio, las que mejor se adecuan al trabajo de traducción intercultural.

3.
De los tiempos unilaterales a los tiempos compartidos. La necesidad de traduc-
ción intercultural e interpolítica es el resultado del fracaso de la alternativa comunista y de
la emergencia del Sur Global, en el contexto de lo que llamamos globalización, y particu-
larmente en el campo de la globalización contrahegemónica. Aunque es una idea general-
mente compartida, este resultado aún no ha sido interiorizado por todos los movimientos.
Por esto no todos han visto la necesidad de traducción recíproca para consolidar alianzas
y construir acciones colectivas intermovimientos. La discrepancia entre los que están en
esa posición y los que se impacientan ante la urgencia de construir una política de intermo-
vimientos es una de las mayores dificultades de la traducción, dado que el tiempo de los
últimos no puede ser impuesto al tiempo de los primeros.

4.
De los socios y los temas impuestos unilateralmente a los socios y temas seleccio-
nados por consenso. El procedimiento de la traducción siempre es selectivo con respecto
a los socios que participan y a los temas objeto de traducción recíproca. Al igual que
ocurre con los tiempos, aquí también las selecciones, tanto la de los socios como la de los
temas, tienen que ser compartidas.

5.
De la igualdad o la diferencia a la igualdad y la diferencia. Hay movimientos más
centrados en la cuestión del reconocimiento de las diferencias y otros más centrados en la
lucha por la igualdad. Esta diferencia resulta del hecho de que en las sociedades contem-
poráneas coexisten dos principios de distribución jerárquica de las poblaciones: los inter-
cambios desiguales entre iguales —la explotación de los trabajadores por parte de los
capitalistas es el ejemplo paradigmático en las sociedades capitalistas— y el reconoci-
miento desigual de las diferencias, del que el racismo, el sexismo y la homofobia son
ejemplos paradigmáticos. La traducción intercultural e interpolítica avanza en la medida
en que se conciben y concretan acciones colectivas intermovimientos que combinan la
lucha por la igualdad con la lucha por el reconocimiento de las diferencias.

En mi experiencia como teórico social y activista he tenido la oportunidad de partici-
par en varios ejercicios de traducción entre movimientos. En América Latina, la necesidad
de traducción interpolítica e intercultural es hoy más urgente que nunca. Los avances
democráticos de las últimas décadas reclaman el paso de una política de movimientos a
una política de intermovimientos. En algunos países o contextos urgen alianzas entre el
movimiento indígena y el movimiento feminista; en otros, entre el movimiento obrero y
el movimiento de las poblaciones afectadas por el extractivismo o por la violencia políti-
ca; en otros, entre el movimiento campesino y el movimiento indígena o entre éstos y el
movimiento ecologista, por poner algunos ejemplos.

PREGUNTA
El ex secretario general de las Naciones Unidas, Boutros Ghali, afirmó que todos
somos, al mismo tiempo, iguales y diferentes. Una de sus preocupaciones es la de articu-
lar de manera equilibrada el principio de igualdad junto con el principio de la diferencia.
¿Qué nos hace iguales? ¿Qué diferentes?

RESPUESTA
Hace mucho formulé la relación entre la igualdad y la diferencia a través del siguiente
imperativo intercultural: tenemos el derecho a ser iguales cuando la diferencia nos inferio-
riza; tenemos derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza.

PREGUNTA
En los últimos tiempos está trabajando sobre el concepto de «plurinacionalidad». ¿La
construcción de la interculturalidad y de la poscolonialidad se deriva de la idea de pluri-
nacionalidad? ¿Cómo se relaciona la plurinacionalidad con la democracia radical y la
participación social? ¿Cuáles son las ideas centrales de los Estados que, como Bolivia y
Ecuador, han fundado recientemente constituciones plurinacionales, interculturales y
poscoloniales?

RESPUESTA 
Las ideas de interculturalidad y poscolonialidad no presuponen necesariamente la idea de
plurinacionalidad. La presuponen cuando la identidad étnica —y a veces religiosa— de
grupos sociales que reclaman la interculturalidad y la poscolonialidad se afirma como nación
étnico-cultural en oposición a la nación cívica, fundada en un ideal social homogeneizador.
Éste fue traído por el colonialismo europeo y fue la base de la supresión de la diferencia
cultural y de la expropiación colonial. Sucede, por ejemplo, en algunos países africanos
—Etiopía, Nigeria, Sudán, entre otros—, en Canadá y en muchos países latinoamericanos,
de los que Bolivia y Ecuador son hoy el mejor ejemplo. En estos últimos está en curso un
proceso de refundación del Estado moderno, pues la idea de un Estado-nación monocultural
está muy arraigada. En ambos casos, las transformaciones en curso nacieron de fuertes mo-
vilizaciones sociales que adoptaron como bandera de lucha un nuevo proceso constituyente
y una nueva Constitución y en ambos países el movimiento indígena tuvo un papel central en
estas movilizaciones. Las nuevas constituciones de Bolivia y Ecuador representan un nuevo
tipo de constitucionalismo muy diferente del moderno. Yo lo llamo constitucionalismo trans-
formador. A diferencia del constitucionalismo moderno, no es un producto de élites, consa-
gra el principio de la coexistencia entre la nación cívica y la nación étnico-cultural, rompe
con el modelo monolítico de institucionalidad estatal y crea varios tipos de autonomías infra-
estatales. Entre otras muchas innovaciones, cabe destacar, en el caso de Bolivia, la consagra-
ción de los tres tipos de democracia indicados —representativa, participativa y comunita-
ria—, hecho que contiene un enorme potencial para la radicalización de la democracia y, en
el caso de Ecuador, la consagración del sumak kawsay —el buen vivir, en quechua— y de los
derechos de la naturaleza —Pachamama— como principios de organización económico-
social. Son procesos políticos muy tensos porque el proceso de democratización abierto
gestiona los impulsos contradictorios de las fuerzas socialistas, que persiguen radicalizar la
democracia, y los de las fuerzas fascistas, que buscan detener el proceso de democratización
por medios antidemocráticos y violentos.

PREGUNTA
Para finalizar, ¿cuál es, para Boaventura de Sousa Santos, la gran «utopía concreta»
—en los términos de Ernst Bloch— del siglo XXI?

RESPUESTA 
Dado que la comprensión del mundo excede, en mucho, la comprensión occidental del
mundo, es posible que la transformación del mundo ocurra por caminos no previstos o
imaginados en el catálogo de la emancipación social preparado para el mundo por las
fuerzas progresistas de Occidente. Es, pues, muy posible que la utopía concreta se esté
concretando sin que la gente se dé cuenta porque no tenemos ojos para verla, ni emociones
para sentirla, ni deseos para desearla. Tal vez no será lo suficientemente grande como para
que la veamos, ni lo suficientemente concreta como para que la sintamos, ni lo suficiente-
mente utópica como para que la deseemos. La utopía concreta es la que está siendo llevada
a cabo por sujetos concretos con historias concretas. La utopía concreta es la experiencia
encarnada de una apuesta concreta por un futuro por concretar. En realidad, cada uno de
nosotros sólo reconoce la utopía con la que está comprometido de manera concreta. Y,
ciertamente, quien no está comprometido con ninguna no podrá responder a esta pregunta
y además pensará que la pregunta es un disparate. La utopía concreta no se deja formular
en abstracto. Está emergiendo de la gran creatividad moral y política de aquellos de los
que nada de creativo, moral o político se espera. Hoy se asoma en una remota aldea de
Chiapas o de los Andes, mañana en un barrio popular de Caracas o de Johannesburgo,
después en un gran suburbio popular de Río de Janeiro o Bombay. Si puedo identificar
esta emergencia es precisamente porque estoy personalmente comprometido con el toda-
vía no que ésta expresa.

NOTAS
1. Es el caso del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, del Movimiento al Socialismo (MAS)
en Bolivia, de los sandinistas en Nicaragua, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional
(FMLN) en El Salvador, de la Alianza País (AP) en Ecuador, del movimiento Revolución Bolivariana
que da origen al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en Venezuela, del Frente Amplio (FA)
en Uruguay y de la Alianza Patriótica para el Cambio (APC) en Paraguay.
2. La apuesta de Pascal es un argumento que el filósofo francés plantea en sus Pensamientos.
En resumen, sostiene que, aunque no se dispongan de pruebas objetivas de la existencia de Dios,
debería creerse en él, ya que resulta más conveniente y beneficioso para uno mismo.
3. El todavía no (Noch Nicht) es una categoría que Santos recupera del pensamiento utópico
del filósofo alemán Ernst Bloch y sobre la que fundamenta teóricamente su sociología de las emer-
gencias. Consiste en el conjunto de posibilidades emergentes de la realidad que, aunque no están
materializadas, tienen una función anticipadora al anunciar lo que puede estar por venir.
4. Para más información sobre este proyecto puede consultarse el siguiente enlace:
www.universidadepopular.org
5. Se refiere a lo que técnicamente antes ha llamado ecología de la transescala, articulaciones
que combinan lo local, lo nacional y lo global.
6. Entiéndase, en este contexto, la acción extractora capitalista practicada en muchos países del
Sur, es decir, la actividad de empresas transnacionales orientada a sacar y explotar el máximo de
productos minerales, animales o vegetales de la manera más rápida posible.
7. Se refiere aquí a una forma organizativa y de acción que requiere articulaciones políticas
flexibles entre los distintos movimientos sociales, así como entre los movimientos y otros agentes
del cambio social.
8. El término usado en el original portugués es «des-pensar», con el que Santos se refiere a la
práctica epistemológica mediante la cual se lleva a cabo un cuestionamiento radical de ciertas
categorías que deben volver a ser pensadas desde nuevos parámetros.
Fuente:
http://www.boaventuradesousasantos.pt/media/EntrevistaRIFP_35.pdf