Baruch de Spinoza

La herencia que disputó, la que rechazó y la cátedra que nunca impartió

Un hombre nunca se hizo mejor por vestir fino… es descabellado colocar cosas de poco o ningún valor en una envoltura costosa. Palabras de Baruch de Spinoza según Johannes Colerus

Julio C. Palencia

Baruch de Spinoza (Foto: morbleu.com)

Baruch de Spinoza (Foto: morbleu.com)

Conservamos en nuestra memoria imágenes y gestos de grandes estadistas cuando su fin les acechaba. Así, tuvimos en el siglo XX la terquedad heroica de Salvador Allende, presidente chileno, dispuesto a morir en el Palacio de la Moneda como presidente electo; tenemos la renuncia también heroica de otro presidente constitucional, está vez guatemalteco, Jacobo Árbenz Guzmán, para evitar con su renuncia el largo derramamiento de sangre que Guatemala de cualquier manera tuvo, por mencionar dos ejemplos no lejanos.

Así, más allá de los héroes en sacrificio, también solemos recordar gestos del fin poco afortunado de grandes filósofos: Sócrates llevando el cáliz con cicuta hacia su boca; Séneca, estoicamente desangrándose; Spinoza consumido por una especie de tuberculosis mientras paciente pule lentes para instrumentos ópticos, empeorando así su condición al inhalar partículas de sílice.

La herencia que disputó

Aunque Spinoza fue un hombre dedicado a la definición precisa de su filosofía, alejado e indiferente de los asuntos materiales, hay tres episodios en su vida que nos muestran una inapreciable coherencia entre hombre y pensamiento, entre lo que se dice y lo que se hace.

Miguel de Spinoza, padre de Baruch, falleció en 1654, cuando el joven Spinoza tenía 22 años. Baruch tenía ya una bien ganada reputación de joven excéntrico, en extremo inteligente, carente de sentido práctico y sumido en el estudio de libros poco atractivos para la comunidad judía de la cual formaba parte. Muerto el padre y sin tener que guardar ya ninguna apariencia, para 1656 había ya sido excomulgado y expulsado de Amsterdam, su ciudad de nacimiento. Debido a estos sucesos, Rebeca  y Miriam (hijas de la primera esposa del padre), quisieron privar a Baruch de la herencia correspondiente. Rebeca consideraba que su joven hermano hereje no debía heredar bienes del israelita creyente que había sido su padre.

Baruch inició el correspondiente juicio en la corte con un tesón e interés por las cosas materiales que nadie suponía que tendría. Contrató abogados, llamó testigos, lleno de pasión cuidó los detalles más simples. Baruch fue así la personificación de un hijo ultrajado y despojado de sus derechos.

El juicio tuvo un desenlace rápido. Pero no fue sino hasta el inesperado segundo acto del juicio que se generó un sentimiento generalizado de incomodidad.

El demonio de las cosas simples se apoderó de Baruch y empezó la disputa de casi cualquier objeto de la casa de su padre. Primero, la cama de su madre. Su madre, Ana Débora, había fallecido cuando Baruch tenía sólo 16 años. Cualquier objeto, incluso sin ningún valor, indicando que tenía hacia ellos un apego emocional especial. Los jueces se llenaron de aburrimiento y nadie comprendió aquel deseo irresistible de apoderarse de todo. ¿Por qué quería heredar un mazo de cartas, una olla de peltre con agarradera destrozada, un taburete de cocina, un pastor descabezado de porcelana, un reloj descompuesto guarida de ratones, o una pintura completamente ennegrecida por el hollín que colgaba en la cocina?

Spinoza ganó el juicio. Podría ahora sentarse en su botín y ver con desprecio a quienes habían querido desheredarlo. Pero no lo hizo. Sólo eligió para sí la cama de cortinas verde oscuro de su madre, dejando lo demás a sus derrotados adversarios.

La herencia que rechazó

Un segundo gesto en la vida de Baruch de Spinoza sucedió cuando su amigo Simon de Vries, de Amsterdam, por quien sentía gran aprecio, se apareció en su puerta con 2,000 florines en mano como un presente para que él, Baruch, tuviera una vida con menos privaciones. Spinoza, en presencia del dueño de la pensión donde habitaba, lo rechazó amable pero tajantemente arguyendo que no sabría qué hacer con aquel dinero, que sólo le alejaría de sus estudios y ocupaciones.

Ese mismo  Simon de Vries, cercano ya a la muerte, careciendo de esposa y de hijos, quiso convertirlo en heredero único, lo que Spinoza no aceptó de manera alguna. Le hizo ver que a quien correspondía esa herencia era a su único hermano, quien vivía en Schiedam, ya que era su pariente más cercano y heredero natural.

Se hizo como Spinoza lo sugirió, con una condición impuesta por el moribundo. Simon de Vries dispuso que su heredero otorgaría una renta anual vitalicia a Spinoza, suficiente para vivir con dignidad. Esta condición se cumplió al pie de la letra en los años siguientes. Sin embargo, aquí también debe señalarse una modificación hecha por el mismo Spinoza: de los 500 florines otorgados, sólo aceptaría 300.

La cátedra que nunca impartió

El tercer gesto define aún más el carácter de Spinoza. Charles I Louis, Elector Palatino, vio con agrado que Spinoza viajara a Heidelberg (parte de la Alemania actual) a enseñar filosofía. El Dr. Fabritius, destacado personaje en aquella época, consejero y profesor de Divinidad, es designado por el príncipe para hacer tal proposición. La carta enviada a Spinoza inicia con el título de Philosophe acutissime ac celeberrime (El más grande y más exacto filosofo), y ofrece en el nombre del príncipe una cátedra y libertad completa de razonar de acuerdo con sus principios. Sin embargo, el ofrecimiento contenía también una condición: aunque la libertad otorgada era muy grande, Spinoza no estaba autorizado a enseñar nada que perjudicara a la religión establecida y aceptada en las leyes. La respuesta la recibió el Dr. Fabritius el 30 de marzo de 1673, donde cortésmente Spinoza rechaza la cátedra ofrecida. Señaló que la enseñanza de los jóvenes podría ser un obstáculo para sus propios estudios y que jamás había pensado en enseñar. Sin embargo, todo era un artificio. Spinoza mismo señala que “además, también tomo en cuenta que el ofrecimiento no indica los límites de libertad para filosofar en los que me movería y el señalamiento de no ocasionar molestias públicas a la religión establecida”.

Refiriéndose al primero de los gestos aquí mencionados, el de la cama de la madre, el poeta polaco Zbigniew Herbert nos dice que nadie entendió en esa época aquel gesto. Fueron extravagancias por demás extrañas, pero en realidad su significado apuntaba a algo más profundo. Era como si Spinoza quisiera decir que la virtud no es de ninguna manera el asilo de un espíritu débil. El acto de renuncia o desprendimiento es un acto de coraje –requiere el sacrificio de las cosas más deseadas por asuntos que resultan inmensos y poco comprensibles para la mayoría de los seres humanos.

Spinoza, enfermo probablemente de silicosis pulmonar, murió en la cama de cortinas verde oscuro de su madre, un 21 de febrero de 1677, a los 44 años en la Haya.

 Era como si Spinoza quisiera decir que la virtud no es de ninguna manera el asilo de un espíritu débil. El acto de renuncia o desprendimiento es un acto de coraje –requiere el sacrificio de las cosas más deseadas por asuntos que resultan inmensos y poco comprensibles para la mayoría de los seres humanos.